jueves, 12 de junio de 2014

Sum: ser, estar, haber, existir.

''No te vayas porque si te vas no quiero nada.
No te vayas porque si te vas, ya me puede esperar mil veces el mañana.
No te vayas porque si te vas a lo mejor creo que no quieres que te acompañe.''
Me dijo eso mientras me miraba con sus ojos de metáfora, sus labios de versos y su nariz de poema. Y cuando lo dijo pareció que su perfume se apagaba un poco, pero tranquilos, que yo me apagaba más.
''Si desapareces, desaparece la poesía en el mundo.''
Y la creí, porque ella era la poesía. Siempre lo había pensado. Ella siempre fue arte.
''No te vayas porque todavía tengo mucho que susurrarte.''
Y lo cierto es que, en ese último susurro lloroso, desaparecí.
De alguna manera.

jueves, 8 de mayo de 2014

El día que Caronte vivió.

Vale, obviemos el título; después de todo, los títulos solo son una carta de presentación y a mí nunca se me dió bien presentarme. A lo mejor el siguiente relato tiene algunas lagunas, fallos con respecto a la mitología o no me expreso lo suficientemente claro, pero es que se trata de la historia de un sueño que tuve antes de ayer, creo, que me pareció digna de un blog. Espero que os guste ^^

Todo comenzó el día que yo me morí.
Mi alma (una yo inmaterial que también iba en pijama y que se sentía libre) bajó (no sé por qué caminos, ni tampoco exactamente adónde) y llegó a la orilla de una laguna. La laguna, de un color gris suplicante, estaba cubierta por una especie de cielo plagado de nubes tormentosas, oscurísimas, impenetrables, que me hacían imposible saber si era de día o de noche y que le conferían a todo un aspecto bastante lóbrego. Allí, entre las sombras, había una multitud extravagantemente grande de gente en fila india, esperando para no sé el qué. Delante de mí, había un hombre que intentaba arrancarse los ojos. Me acerqué un poco a él y le pregunté educadamente que si él conocía nuestro paradero. Él, con un gruñido por respuesta, utilizó una de sus manos para señalar un pequeño cartel que me había pasado inadvertido mientras con la otra mano conseguía explotarse uno de los globos oculares, manchándome la ropa del alma de humor vítreo almoso. El cartel rezaba ''Estigia''.
En ese momento creo que me volví a morir, pero esta vez de la risa. ¿Estaba yendo al Infierno? Desde luego, no me sorprendía, pero el hecho de que hubiera cola para ir al Infierno me parecía fascinante. ¿Sería esta ingente cantidad de personas una prueba de que el Gran Abismo tenía unas instalaciones muy malas? ¿O quizás la primera tortura era perder la paciencia?
En todo caso, me senté en una piedra recubierta de helechos a esperar, hasta que me llegó el turno de subir a la barca de Caronte junto con otros condenados. Los observé a medida que pasaban sus piernas etéreas por encima de la barca: el que había delante mía ya había conseguido sacarse los dos ojos, quién sabe por qué motivo, y ahora intentaba arrancarse los dientes uno a uno, para metérselos bajo las uñas. Tras él, subía una mujer que tenía unas arrugas de expresión increíblemente profundas en el rostro de su alma, lo que suponía que debía de estar realmente atormentada; su garganta estaba cortada de un tajo. Hacia la barca rodó también una masa informe muy poco antropomorfa, pero que debía de ser humano; tenía una diminuta cabeza en comparación con el cuerpo y unos pequeños bracitos y piernas sumergidos en la grasa. También subió un anciano que parecía plácido. Por su expresión, elucubré que debía de ser el que peores actos hubiera cometido, pero el que menos se arrepentía. Miraba con cariño todos los recuerdos que tenía en sus manos, sonriendo con algo de nostalgia. Y tras él subió un niño muy pequeño que parecía trastocado. Muy silencioso, se acurrucó en la proa de la barca. Tras ellos subí yo, y al fin vi la faz de Caronte.
Nunca me lo hubiera imaginado así. Una enorme y viejísima capa negra envolvía su cuerpo, era liviana de modo que parecía flotar a su alrededor y andrajosa, rotas por mil partes. Y si os he dicho que su capa era viejísima, imagináos el cráneo que contenía: estaba amarillento, lleno de pequeños rasguños; además, había telarañas que unían la capa y el cráneo. Y los ojos de esa anciana calavera estaban tan vacíos...
Y sin embargo, no me dió miedo, solo me infundió una tremenda tristeza callada, una soledad indescriptible, una sumisa calma de pena, así que en vez de acurrucarme en una esquina alejada del centro de la barca como hacía el resto, me senté a su lado y cogí uno de los remos, porque no tenía otra cosa que hacer, y porque Caronte me recordaba a un viejo herido.
La travesía por el Estigia fue muy monótona. La laguna no tenía ese azul tan hermoso que le otorgó Patinir, ni la guardaban las Flegias que describía Dante. Solo era un río de plata sucia sin corriente que nosotros paladeábamos levantando suaves olas. La verdad es que todo me hubiera resultado hasta bonito si no hubiese ido por aquel silencio sepulcral que inundaba todo, tan solo roto por los lamentos ahogados que emitían el resto de pasajeros. A lo lejos se podía ver la entrada a una caverna con túneles.
Cuando alcanzamos la otra orilla, la barca se detuvo con un dulce repiqueteo. Ante nosotros había otro personaje que no sabría exactamente dentro de qué especie catalogar. Se llamaba Bramante. Era antropomorfo, desde luego, resaltaban mucho sus músculos estilizados, pero su piel tenía como trozos de armadura dorada incorporada, como si tuviera un caparazón en solo unas cuantas partes del cuerpo. Además, tenía una cabeza como de urraca peluda y escamosa. Tenía unas alas retorcidas, una en el cuello, que le resbalaba sin fuerzas por toda la espalda, y otra en una pierna, que a veces se pisaba sin querer. Tenía pinta de sufrir mucho, pero era fiero, y daba bastante miedo. Su sola presencia imponía el pánico, haciendo que la espalda se te llenara de sudor frío.
Luego descubrí que su voz era aún peor que su aspecto. Fue llamando uno por uno a los integrantes de la tripulación, mostrándoles qué camino debían de seguir, en el final de qué pasillo encontrarían su castigo. Parecía regodearse con la aflicción de los condenados.
Pasó algo horrible en el momento en el que llamó al niño y este no quiso levantarse: le dió un enorme picotazo en un lado del cuerpo, arrancándole una costilla y mostrando sus órganos internos al aire. Rápidamente, las zonas alrededor del agujero empezaron a pudrirse, como una flor que se marchitara a una velocidad vertiginosa. Después, cogió al niño de un brazo y lo empujó por el túnel que debía de seguir.
Tras eso, me llamó a mí, con los ojos relucientes de expectación, como si deseara que yo me debatiera para acabar igual que el niño. Me levanté rápidamente y avancé hacia la orilla, esperando a que me señalara un túnel que recorrer, pero antes de que pudiera poner un pie en la orilla, Caronte me alzó con sus potentes manos y me situó tras él.
Con una voz sorprendentemente grave y limpia, le dijo a Bramante algo que no llegué a comprender, aunque sabía que hablaban en griego porque reconocía algunas palabras y el acento rasposo y soberbio de esta lengua clásica. Las alas de Bramante se tensaron, mientras que Caronte seguía con el ánimo templado a medida que las voces de ambos se iban alzando más y más. Empezaron a discutir, Bramante empujó hacia un lado Caronte para dejarme a la vista, y justo en el momento en que abría su dentado pico amenazándome, las zonas doradas de su cuerpo empezaron a desaparecer, y en sus estilizados músculos se abrieron tajos de sangre respllandeciente. Acobardado, huyo hacia los túneles.
Caronte, dando por finalizada la discusión, volvió a coger uno de los remos para seguir transportando almas. Me señaló a mí el otro.Y así es como comenzó mi vida en la muerte.
No era una aventura.
No era intrépido.
No era malo.
No era bueno.
Ambos pasábamos cada instante remando, tan solo quebrando esta monotonía cuando alcanzábamos una u otra orilla. Al principio, me interesé por todas las historias que me contaban los tripulantes de nuestra barca, pero pronto empecé a simplemente quedarme callada y remar. Remar. Remar. Remar. Cargar almas. Remar. Remar. Remar. Descargar almas (soportando la airada mirada de Bramante). Remar. Remar. Remar.
Un día (o una noche, quién sabe), Caronte y yo empezamos a hablar; hablando siempre en el camino de vuelta después de descargar las almas, pues ambos coincidíamos en que, aunque fuera lúgubre, las almas que fueran al Abismo necesitaban el silencio para asimilar las cosas. Y nos conocimos del todo. Y conocimos mucho más. Y entre chapoteos del agua, y levantar ondas con los remos, escuché toda la historia de Caronte, tan larga, tan pasional, tan inmensa, que pasé los siguientes viajes de una orilla a otra entre lágrimas. No os la contaré, pues no misión mía hacer eso, pero os contaré que esa historia había creado un Caronte con un extricto sentimiento del deber, y por eso siempre remaba, remaba, remaba, porque aquel era su Eterno Deber. Creo que Caronte se convirtió en mi abuelo y yo en su nieta con el paso de los años. Y nos convertimos en nieta y abuelo, y en amigos, y en amantes que no se tocaban, y en almas perdidas que se habían encontrado, y en dioses, y en moscas, y en Luna y Sol. Y aún hablábamos aunque ya lo supiéramos todo. Y aún compartíamos silencios.
Pero un día, volviendo a por más almas, nuestra barca se paró en mitad de la laguna. Por muy fuerte que remáramos, no conseguíamos avanzar. Nos mirábamos interrogantes, cuando de repente un rayo de luz inmaculada rompió el cielo, creando una brillante escalinata de luz. Por ella comenzaron a descender todos los dioses: Yahvé, Zeus, Alá, Júpiter, Tezcatlipoca...
Zeus se erigió representante de todos ellos, y con una intensa voz que parecía venir de todos lados, gritó:
-¿Se puede saber qué has hecho, Caronte? Has intervenido un castigo. -La voz nos atravesó, haciendo vibrar nuestros cuerpos. La piel se me puso de gallina; la voz parecía tan enfadada que sentía que debía ponerme de rodillas y rogar por clemencia.
Caronte se puso frente a mí, irguiéndose en su capa para protegerme:
-Solo he pedido esto. En milenios. -Su voz sonaba más segura y furiosa que nunca.
Los dioses se reunieron, juntando sus cabezas como si pudieran hablar con la mente. El ambientev estaba más oscurecido que nunca. Tras unos instantes, Zeus volvió a acercarse a nosotros, levantando poderosas olas en la laguna con su cuerpo descomunal. Volvió a levantar la voz:
-Hemos notado que existe una unión entre vosotros que no es nada endeble. -Hizo una pequeña pausa que nos erizó el vello.- Caronte. Has incumplido las normas. Has de ser castigado. Pequeña. Debías ir al infierno.
Entonces, me adelanté, con todo mi miedo, y le grité, supliqué, exigí y lloré con toda mi alma a Zeus que yo iría al Infierno, pero que no castigara a Caronte.
Pero Caronte me tapó la boca con sus huesudas manos. Miraba muy fijamente al Dios. El ambiente se quedó paralizado y todos nos tensamos esperando a lo que pasaría después.
De repente, en su rostro de estatua griega empezaron a salir grietas que me recordaron a cómo en el cuerpo de Bramante se habían abierto brechas el día que Caronte y él se enfrentaron por mí. Todo Zeus empezó a esquirlarse, y con él, el resto de los dioses. A mi alrededor notaba una fuerza inmensa de la que yo no era parte, que era inconmensurablemente enorme en comparación con lo pequeña que yo era. Yo era una hormiga delante de un enorme tornado de poderes. Las olas se agitaban con violencia, de las nubes  negras salían chispas y entre Caronte y los dioses se alzó un viento horrible, como si los fenómenos quisieran ser eco de la agresiva batalla mental que estaban teniendo. Parecía que estuvieran cayendo bombas a mi alrededor, también el estruendo era horrible, y la barca se bamboleaba impetuosamente, queriendo lanzarnos al fondo de la laguna.
De repente, rompiendo el caos, Zeus lanzó un grito ilimitado, que llevaba toda la fuerza del Dios.
-SI NO QUIERES QUE ELLA VAYA AL INFIERNO, DÉJAME LLEVAR EL INFIERNO HASTA ELLA.
Y de repente mis ojos se cerraron. Mi conciencia se apagó.


Cuando volví a abrir los ojos, todo estaba en calma. Estaba yo sola en la barca, en mitad de la laguna. Las nubes habían vuelto a su color gris habitual. Sacudí la cabeza para despertarme y, al ver que Caronte no estaba en la barca me asomé por uno de los laterales de madera para ver si había caído al fondo. Cuando vi mi reflejo, casi cai de verdad. Mi cara era una calavera. Mis ojos eran profundos agujeros. Mis ropas no eran ahora otra cosa que una capa negra nueva. Y lo peor fue que sentí el peso del Deber. Un peso que me obligaba a coger los remos y a remar hacia la orillas donde esperaban las almas. Remar. Remar. Remar.
Yo era la sucesora de Caronte. Sin Caronte.

sábado, 3 de mayo de 2014

La vida en un gemido.

La verdad es que me hubiera gustado escribir esto bastante más largo, pero hoy no me siento muy inspirada así que se va a quedar así.


Las yemas de mis manos, 
-tan suavemente violentas-
crean hoyuelos en tu piel,
que está de todo menos muerta.
No te escapes, vida mía, 


no te quieras esfumar,
que a lo mejor contra la cama
te voy a tener que atar.

Os puedo jurar que a mí siempre me habían gustado las chicas pálidas, mas, por mil y una razones, mis gustos cambiaron, y la verdad es que desde que conocí a aquella belleza de Barbados sentí que nunca podría apartar mi mirada de aquella fuerte mujer. Pero la verdad es que ahora mismo no os quiero hablar de lo mucho que quería a mi pequeña reina mora, si no de lo que me hizo aquel día que se acercó a los pies de mi cama sin rejas.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, orgullosa de sí misma y dejándome sin respiración, relamiéndose sus labios de cereza y dejando entrever sus pequeños dientes blancos. El sol se alzaba ya en el cielo y sus rayos entraban a través de las blancas cortinas, trayendo consigo la brisa salada de la playa y llenando la habitación de una calidez fresca.
La ví acercarse a los pies de mi cama sin rejas, ella andando como siempre había andado, como si fuera una diosa o una gran reina egipcia, moviendo de un lado a otro sus caderas firmes y voluptuosas. Sus labios cereza húmedos. Su piel morena como el chocolate, sabrosa. Y así como su piel era algo que yo me deseaba comer, su brillante mirada marrón era la que no dejaba de comerme a mí.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, se paró, sin dejar de mirarme, y se quitó la tenue camiseta que llevaba, lentamente, haciendo un pequeño baile con sus caderas, mostrando centímetro a centímetro su vientre plano, la línea curva, tan femenina, de su cadera ancha y su fina cintura; la parte baja, redonda, firme de sus senos; la suave aureola de sus pezones; sus pechos por entero; la hondonada de su cuello de ónix. Al fin, salió de esa camiseta, soltándola al aire, para distraerme unos instantes con su vuelo mientras ella se daba la vuelta. ¿Cómo se describe ese culazo, tíos? Yo solo sé que no había visto ninguno tan perfecto en toda mi vida, y que no podía pensar en otra cosa mientras se meneaba con bamboleantes sacudidas y se quitaba también los diminutos pantalones.
Lo gracioso de todo esto es que ella se meneaba, ella bailaba para mí y ella se desnudaba para mostrarse a mí, sí, pero seguía siendo ella la que tenía el control sobre mí, como siempre. Bajó los shorts hasta los tobillos, lentamente, porque ella era mi guía y me estaba mostrando sus larguísimas piernas, esas que medían treinta y siete besos. Se dió la vuelta y volvió a mirarme, con esos penetrantes ojos de almendra que me amaban y que amaba. Su pelo negro y ondulado caía en cascada acariciando sus pómulos y sus hombros, llegando hasta las senos, enmarcándola como si fuese una suave obra de arte.
Me sonrió con malicia, arrugando un poco la nariz, tan dulce y fieramente que el corazón se me empezó a agitar en el pecho, como cuando estás escuchando la parte favorita de tu sonata favorita, como cuando estás drogado, o en el cielo, y no te puedes creer lo inigualable que es la vida. Se inclinó sobre mí, apoyando sus manos en las sábanas blancas, gateando hasta mí, y cuando llegó a mi cara me dio un profundo beso en la boca, quizá demasiado corto, quizás demasiado raro porque mientras me besaba se estaba estirando para coger algo que tenía en la mesilla de noche. Cuando cesó el beso y levantó su cabeza, apoyándose sobre sus rodillas, vi lo que tenía en su mano: era un bote de aceite, mi talón de Aquiles.
Lo abrió, y empezó a rociar con el líquido sus turgentes senos, sosteniendo con una mano el bote mientras que con la otra lo extendía por su piel, poniendo especial empeño en que yo notara lo pellizcable y besable que era. Puso especial atención a sus pezones, endureciéndolos restregándose aceite mientras me miraba, sabiendo que yo la deseaba.
Estando de rodillas como estaba, conmigo entre sus piernas semiabiertas, se inclinó hacia atrás para que yo viera cómo el óleo resbalaba por su estómago, haciendo impermeable su increíble piel, bajando por el estómago, haciendo una carrera de gotas de aceite que bajaban de sus senos hasta la parte superior de su braguita. Volvió hacia mí y me cogió la mano, acercándola hacia ella para que apretujara uno de sus jugosos pechos, los cuales yo no podía dejar de mirar; ya sabemos dónde estaba toda mi sangre, en vez de estar en el cerebro.
Me sonrió otra vez, guiando mi mirada hacia su braguita, empapada ahora de aceite. Volvió a rociarse con un poco más de aceite, que corría entre sus piernas semiabiertas, y dejó el bote otra vez en la mesilla. Con una de sus manos empezó a extender el aceite de forma muy sugerente manchando aún más su ropa interior. La vi rozarse, soltando pequeños gemiditos, con los brillantes pecho bamboleantes, y quise acercarme a ella.






Uno siempre se ahoga con todo lo que no dice.

Bueeenas, hace bastante que no subo nada al blog, pero ha sido una mezcla tonta de bachillerato y de no tener ordenador, seguramente no volverá a suceder :3 En fin, aquí va otro pequeño relato, inspirado en la película ''La hora del suicida'', aunque en realidad no tiene mucho que ver, pero bueno, da igual. De hecho, creo que hoy subiré un par de cosillas más, ahora que he conseguido ordenador por un ratejo :D

''¿Sobreviviremos a la última linea?  ¿Resistiremos el resto del tiempo? 
¿Podré yo resistir a todo esto?
Leo estas antiguas líneas, líneas que yo misma escribí hace meses, y ahora veo que soy realmente incapaz de contener este dolor. Comprendo que yo sola no podré sostener el ancla de mis temores, y cuando la suelte y se hunda, yo iré tras ella. Yo iré con ella. 
Y es que si tan solo pudiera salir de este pequeño infierno, si tan solo pudiera tenderme a mí misma una escalera para no tener que molestar al resto, si supiera cómo superar mis abandonos, lo haría, lo haría, juro por Dios que daría lo que fuera por dejar de escuchar todo lo que escucho, la mitad que me consume de todo lo que siento. Pero la escalera que me tiendo cede y se derrumba en una cascada de lágrimas cuando sé que realmente nadie me va a esperar a la salida de mi Infierno. Que a lo mejor me merezco estar en este Infierno.''
Tras esto, había un par de líneas más, pero las lágrimas y la inestabilidad de la escritura me impedían comprenderlo, también estaba un poco arrugado. De todas formas no hacía falta nada más. Sostenía en mi mano uno de los muchos textos que había encontrado en el cajón del escritorio plagado de cosas del dormitorio de la que antes era mi amiga, antes, por supuesto, de que ella dejara de ser amiga mía y dejara de ser amiga de todos. Antes de que ella se suicidara.
Leía este texto desde mi incomprensión, después de todo, ¿qué se debería de sentir después de que alguien a quien adoras se muera a posta? Yo solo sabía que ese remolino de sentimientos tan discordante e intenso me envolvía. Ira. Una tremenda furia porque ella no hubiese tenido la puta decencia de compartir el peso de ''su ancla'' conmigo. Porque no me dejara haber ido con mis chistes malos a apagar su Infierno. Vacuidad, porque me había dejado sola. Sola. Sola. Sin ella... Ante mí se extendía un calendario lleno de pesadillas, de preguntarme a mí misma si yo no había sido suficiente para ella.
Cuando todos estos pensamientos comenzaron, me senté en la cama y las lágrimas acudieron a mis ojos, pero no las solté porque yo no era como ella, yo era una superviviente. Y aún así, me ardía el pecho de la maldita amargura que estaba sintiendo. Me tapé la cara con las manos y me dejé caer durante un rato, intentando no hacer ruido, a la espera de no atraer hacia la habitación a la madre con aspecto de muerta que me había dejado entrar al cuarto de mi anterior amiga. 
Creo que sobre todo, lo que sentía, antes que la furia, antes que la tristeza... Lo que sentía era que todo estaba apagado. Todo parecía tan lejano, tan vacío, como si todo a mi alrededor estuviera muerto. Tan carente de vida como ella, mi querida de la letra estirada, mi chica que tenía sonrisas por todo y para todos, mi pequeña terremoto. Pero Dios bendito, ¿cómo iba a encontrar yo a alguien que me entendiera tan bien como ella?
Vi que debajo de su almohada asomaba algo, el piquito de una foto. No os voy a mentir: dudé antes de cogerla, suponiendo terriblemente qué habría en ella.
Evidentemente, éramos nosotras. Sofoqué un sollozo con la mano, y esta vez sí que no pude evitar que se me escaparan los lagrimones entre irrefrenables sacudidas, haciendo ruido al llorar. Esta foto era de hacía tan solo unas semanas antes. Semanas. En la foto salíamos ella y yo en nuestro bar, el día en el que iba a ser la primera cita con el chico con el que yo ahora estaba saliendo. Ella me había acompañado porque, desde luego, antes de que yo saliera con nadie, ella tenía que darme su consentimiento, a mí y a él. 
Ahora todo eso parecía muy remoto. 
Escudriñé la foto para ver qué había más allá de su rostro. ¿Estaría escondida en esa mirada cansada lo incontrolable, inconsolable y desesperado que había en su alma? ¿Estarían pintadas en esas ojeras su sufrimiento más allá de los cafés de más y horas de estudio de menos? ¿Cómo no pude yo ver el aullido de auxilio antes?
Me cago en la puta.

viernes, 18 de abril de 2014

Relax, relax, relax uuuuuu (8)

A lo mejor no es entretenido para vosotros, pero es sobre lo que quiero escribir :3

Todo está muy oscuro, pero no por eso dejas de sentirte muy relajado. Tu respiración es tan lenta que sientes como si estuvieras en armonía con el Universo. Pecho arriba, costillas anchas, lengua pegada al paladar para que no se salga ni una gota de oxígeno, aire dentro de los pulmones. Retienes el aire dentro de tu pecho durante un tiempo, quizás para probarte a ti mismo que no te ahogarías muy pronto en el caso de que tuvieras un accidente de barco. Notas cómo late tu corazón; cómo tus venas mueven la sangre de un lado a otro como si fueran mangueras. Te molesta el aire dentro del cuerpo, así que lo sacas de una exhalación rápida y contundente. Tras eso, vuelves a respirar cómodamente. Inspirando. Espirando. Inspirando. Espirando.
Notas todos los músculos de tu cuerpo relajados. Notas cómo empiezan a pesarte mucho las piernas: mueves los dedos de los pies para comprobar el estado tan relajado en el que estás y te encanta la sensación. Se te relajan las plantas de los pies; las pantorrillas te pesan, las rodillas te pesan... Notas cómo la gravedad llama a todo tu cuerpo. La espalda se te reblandece, la cadera se laxa. Tu estómago se comba para respirar pero eso no te quita ningún ápice de bienestar. Sientes un leve escalofrío, pero no te hace contraerte, sino que es como si una mano caliente te diera una caricia a lo largo de toda la columna vertebral, como si tuvieras un chorro de agua cálida dándote un masaje desde la parte lumbar hasta el cuello. Sientes cómo todos los músculos del cuello se te relajan. Y la cara también. Todo es paz. Los músculos de tu cara dejan de funcionar, no tienes expresión porque todas las emociones han sido purgadas de ti con cada respiración hasta solo quedar la tranquilidad.
Tienes las palmas de las manos apoyadas delicadamente en el suelo. Descubres que se trata de arena finísima, y te encanta, así que hundes los dedos en ella. La arena te hace suaves cosquillas en las palmas de las manos. También tienes una parte de la cara apoyada en la arena, pero no te molesta porque te has puesto un pañuelo de tela para separaros; el tejido es tenue, casi etéreo. Te sientes colmado en la vida, sin preocupaciones, lo único que tienes que hacer es respirar llevando el aire al vientre. Te sientes bien, templado.
Puedes escuchar cómo choca el agua contra la orilla que tienes a la derecha. Las olas se rompen contra la arena formando una espuma crepitante, y puedes incluso escuchar el ligero estrépito que se crea cuando la tierra se traga las pompitas. Percibes cómo el agua se retira de nuevo a su sitio con un sonido de succión hasta que colisiona con la siguiente ola que la viene empujando por detrás, volviendo a repetir el ciclo. En alta mar, las crestas de las olas más altas y lejanas se van rompiendo antes de llegar a la orilla. Es un sonido muy calmante y te evoca a aquellas veces en las que te ponías una gran caracola en el oído para escuchar este mismo sonido del océano. Notas cómo, al igual que las olas vienen y van, tu sangre fluye al ritmo de los sosegados latidos de tu corazón.
Inspiras. Espiras.
De repente, hueles el mar. Lo notas en tu lengua, en el sabor salino que recubre tu boca por dentro. Eres capaz de saborear el gusto fuerte del agua. Hueles las algas, los bancos de peces y las rocas salitrosas del fondo de la costa. Por suerte no le has dado ningún trago a ese agua, porque catar el mar directamente nunca es una buena experiencia: para los que nunca hayáis tragado agua sin querer, es como morder un cangrejo crudo muy salado. Apartas ese sabor de tu mente y simplemente hueles el mar mientras te percatas del valiente aleteo de las gaviotas a lo lejos.
Sientes como si tú también pudieras volar sobre el mar como esa gaviota. Con tus ojos de ave marina ves a los peces nadar, a las gambas huir de ellos. Con tus ojos de quien está en el cielo, sintiendo el céfiro entre tus plumas, ves cómo se refugian los crustáceos en las rocas, cómo toman el sol las estrellas de mar en las albuferas y cómo las lapas se fosilizan en un beso con las piedras musgosas. Eres una gaviota que planea. Parpadeas, agitas las alas y elevas tu vuelo, partiendo el aire con tu pecho. Luchas contra el firmamento durante unos instantes, hasta que encuentras un soplo de viento que te sostiene en tu curso por el vuelo; tus alas se han convertido en un paracaídas sin tensión. Te dejas llevar por las corrientes un rato, dando algunas volteretas en la atmósfera para exaltarte en tu gallardía. Eres feliz haciendo lo que haces, porque no podrías hacer otra cosa. Eres plenitud en cada una de tus batidas de alas. Ves una roca, vas hacia ella y te posas. El vuelo ha terminado.


¿Están los agujeros negros vacíos o demasiado llenos?

Te estoy mirando.
Te miro, y no sé si quieres besarme o si quieres marcharte.
Tu cara es una máscara de mármol cuyas pocas muecas hechas no puedo entender.
De repente me das un beso, sonríes y te vas.
Te vas.
Y a mí se me deshacen las manos de tanto quererte escribir. Me convierto en duda andante, en ganas constantes, en tu ausencia certera. Me convierto en una huésped solitaria de un bello paisaje; bello, bello... pero paisaje al fin y al cabo. No humano. Si solo me da cuerda el imaginar que estás al otro lado del hilo con yogures, ¿cómo voy a estar cuerda? ¿cómo no voy a ser poeta? Y es que soy una portera inamovible de una puerta que parece ni existir: portera de dos árboles que se abrazan con el viento y parecen crear a veces un pasadizo.
Y así soy duda eterna, duda interna, duda entera.
Eres la silueta que se esconde entre la niebla.
La ruina escondida en un bosque brumoso.
Lo que hay más allá de un agujero negro.
Una misteriosa puerta milenaria que cruzar, si encuentro la llave.
Esa sombra que nadie ve en un paisaje grandioso.
Algo suave que atrapar.
Eres incluso como un atardecer, o como una nube en un campo de nubes.
Un fuego a la orilla del mar.

miércoles, 16 de abril de 2014

¡Coño, vampiros!

Pues nada, estaba escuchando Nightwish y dije ''¡coño, vampiros!'' y me entraron ganas de hacer rimas inconexas de las mías :) Espero que os guste.

Suenan los violines a tu paso,
y tus tacones repiquetean
como llamando a un beso.

Quieren los astros parecerse a tu mirada,
y tu palidez es contrastada
con el más alto ideal de belleza.

Sueñas, sonríes y ensueñas;
parpadeas, y tus colmillos asoman
buscando algún aroma.

Eres la reina de la noche,
eres música, eres musa, eres pose,
eres labios rojos y puro roce,
electricidad, atracción, un despoje
de ropas hasta el mordisco final.

Aparentas ser presa,
aunque seas la que apresa,
la que caza, la que besa,
la que se sacia y humanos resta.

Con un contoneo,
un cuello menos,
Un parloteo, sensual aleteo,
un cuello menos.

miércoles, 9 de abril de 2014

El último Jenny.

A la condenada le fue permitido pasar una última noche en la casa de su familia antes de ser fusilada.
Aquella noche todos cenaron haciendo un paripé vacío, como si al día siguiente la madre fuera a volver a estar ahí, como si ayer lo hubiera estado; cenaron sonrientes, pidiéndose la sal o las servilletas los unos a los otros como si de verdad aquello fuera un hogar. Por la noche, la madre dió un último beso de buenas noches en las frentes de unos hijos que ya no iba a volver a ver nunca más, intentando transmitirles todo el amor que sentía hacia ellos y queriendo poder darles todas las fuerzas que le restaban para que pudieran sobrevivir a todo lo que les iba a venir en la vida. Por la noche, la esposa hizo el amor con su marido como si estuvieran recordando aquella primera vez que lo hicieron, cuando todavía tenían todos los misterios de sus cuerpos por descubrir a besos, con toda la energía que da el primer y último amor. 
En la madrugada, la mujer salió a fumarse el último cigarro de su vida. Siempre se había fumado un cigarro cuando pasaba situaciones duras: un cigarro por la primera vez que rompió un corazón, un cigarro por la primera vez que perdió a su mejor amiga, un cigarro por la vez que perdió a su padre, un cigarro por vez que suspendió aquel examen de ingreso. Aquel no era un cigarro por su vida, ni era un cigarro por su muerte. Aquel era un cigarro por despecho, porque si la Muerte la iba a saludar, al menos la condenada quería decidir cuando. Apagó la colilla contra el balcón y se quitó la bata con un ligero golpe de hombros. Era su tipo favorito de noches, la calidez del inicio del verano llenaba de caricias sus curvas y las estrellas le guiñaban los ojos como diciéndole ''aquí te esperamos''.
Se subió encima de la cornisa del balcón, haciendo un poco de esfuerzo para encaramarse a él ya que ya no tenía la misma agilidad que cuando tenía quince años e hizo su primer Jenny. Lentamente estiró las piernas y quedó encima de la cornisa; encima de ella solo el cielo y debajo de ella siete pisos llenos de cuerdas de tender la ropa. Aunque siempre había sido valiente, miró al suelo y sintió algún tipo de vértigo, sabiendo que al mínimo resbalón podía despeñarse.
Abrió sus brazos en cruz y echó la cabeza hacia atrás, llenando su pecho con el aire infinito del firmamento. Muchas veces cuando hacía esto su libido se encendía al máximo, quizás por la mezcla de locura, vértigo y libertad que la invadía cuando hacía estas cosas. Esta vez simplemente se sintió libre, como un libro sin escribir. Bajó la cabeza y arrugó las rodillas, acurrucándose sobre sí misma. Se dió a sí misma un beso en la rodilla; porque podía, porque se quería, quizá porque nunca nadie le había dado un beso en la rodilla y ya nadie más iba a poder hacerlo.
Flexionó las rodillas, tomando impulso, ya había asumido que para sus hijos sería la misma tragedia que la fusilaran que encontrarla hecha un guiñapo en la acera, así que lo hizo, porque así al menos se sentía más ella misma. Saltó, intentando llegar lo más lejos posible. Para ser sinceros, siempre se había imaginado que en su último vuelo daría volteretas y cosas así para al menos aprovecharlo, pero fue demasiado rápido y su estómago encogido no se lo permitió.
Demasiado rápido.

domingo, 6 de abril de 2014

La noche inmortal

¿Cómo podría hablaros de lo distinta que me sentí aquella noche de San Juan?
La noche era tan oscura que parecía que se abalanzaba sobre nosotros, los que la habíamos combatido con hogueras encendidas; nos acariciaba la noche con su negrura finalmente ganadora. La arena nunca había sido tan suave, las olas nunca nos habían mecido tan plácidamente, las estrellas fugaces nunca habían sido tan brillantes mandándonos guiños desde las alturas. Y yo estaba ahí, con el sentido algo embotado gracias a la cerveza ya no tan fría, rodeada de los cuerpos que yacían en el sueño de los que se han emborrachado con alcohol y con amor. Ya solo quedaban ascuas de madera, cenizas y restos de apuntes chamuscados en los agujeros negruzcos de esas grandes hogueras, y yo caminaba entre ellas, sintiéndome única porque el mundo era totalmente mío cuando todos los demás estaban soñando. Con mi vista mareada, contemplaba cómo mis pies se hundían en la arena que me hacía cosquillas, para volver a salir al dar el siguiente paso. Veía formarse la espuma del mar cuando chocaba contra la orilla, y me pareció absolutamente preciosa la forma en la que todo brillaba gracias a la luz tranquila de los astros nocturnos. Cerré los ojos y sonreí. Y me sentí infinita. Como si al fin tuviera concordancia con algo y ese algo fuera yo en el Universo.
Cuando al fin mis párpados ascendieron, frente a mi cara estaba la luna, más blanca que nunca. Le mandé un beso por guapa, y porque estaba borracha y podía hacer lo que quisiera. Me pareció gracioso lo mucho que me estaba gustando aquella luna, es decir, todos los poetas le han escrito poemas a la luna llena. La luna llena siempre había movido algo dentro del ser humano: ya fuera para sacar a la bestia que llevaran dentro, ya fuera para enviarle los besos que querrían darle a su amor imposible. 
Y por eso me parecía gracioso que me gustara tanto aquella luna: mi luna estaba en cuarto creciente. A lo mejor en aquel entonces me sentía identificada con ella porque yo también estaba incompleta porque alguien hubiera ocultado algunas partes de mí. Si lo pienso bien, es muy fácil que me identificara con aquella luna porque la luna es como los humanos: a veces está entera, a veces está oculta, siempre es bonita aunque tenga cráteres. Porque está en eterna expansión, hasta llegar a su punto álgido, para luego volver a la decadencia. Las fases de la felicidad son cíclicas y las de la luna también lo son, en cierto modo tenemos ese parentesco con todo lo demás.  Empecé a pensar mirando aquella luna, que ya que siempre me iba a llegar la felicidad, siempre podría dar lo mejor de mí al mundo. Supongo que por eso los astronautas se decidieron a viajar hasta allí, para ver si allí encontraban el sentido de su vida.Aquella noche, mirando una luna y deseando ser un perro para aullarle, pensé que si yo lo había encontrado con solo mirarlo, ellos también debían de haberlo encontrado y que por eso seguían mejorando las cosas, para que el resto del mundo también pudiera ir a la luna para saber quiénes eran.
Y no divagué solamente sobre eso. Y posiblemente no me acuerdo de todo lo que divagué. Y posiblemente vosotros os aburriríais escuchando la mitad de todas las divagaciones que recuerdo pero que me hacen sentir viva.






jueves, 3 de abril de 2014

Silencio atronador.

Sin vosotros, desaparece aquí un hogar.
Sin vosotros, es como si el marinero no tuviera mar,
o estuviera muriendo en tierra.

Se apaga un estrella cuando empezáis a marchar,
y una Granada nublada no deja de llorar,
como si partir también quisiera.

Desastre gris, desastre de un par,
desastre multicolor que te hace pensar,
en el antes que desapareciera.

lunes, 31 de marzo de 2014

''¿Hay algo más triste que un pájaro enjaulado?''

Yo era parte de la tierra,
me convirtieron en alambre
y ahora mi función
es encerrar un fiambre.

Un fiambre que canta,
que pía, que siente.
Que ya no puede volar,
dentro de su recipiente.

Y de repente no hubo más cantos,
sacaron de mi vientre al pájaro,
con el sonido de algunos llantos.

Como el viento que no llegó sus alas a herir,
vaciada me dejaron
¿y esque acaso me inventaron
porque siempre tiene alguien que sufrir?

Algo suave que atrapar.

Se sucedían sin más los días y las noches,
en ellas muchos me han acompañado,
algunos llenos de halagos, otros de reproches,
el caso es que siempre he continuado.

Algo parecía que había llegado,
el punto en que veía como todo eran derroches,
que el mundo iba a la deriva, por un lado,
y yo gritaba a oscuras en mis trasnoches.

La vida no cambiaba su curso, os lo juro,
era fácil sobrevivir cuando llevas un cigarrillo de más
cuando a tu alrededor nada es puro,
y entonces tú tampoco tienes que serlo, como los demás.

¡Pero! ¡Ha llegado un pero!
Y no quiero decir que lo mío no sea bueno,
solo que a veces me desespero,
y me ha encantado que a mi soledad le pongan freno.

Amanece, o eso parece, y el horizonte
se crece y se engrandece, hoy no perece.

Rigor vitae

Los habitantes del mojado planeta Ung no eran más que una especie casi extinta de algas que tenían unas capacidades que podríamos catalogar de alucinantes. Exactamente por esas capacidadeds eran de las únicas criaturas que habían continuado con vida hasta después de la Gran Catástrofe, a pesar de que, cuando todavía quedaba más de una raza en Ung, estas algas eran consideradas seres inferiores. Eran un tipo de alga escamosa azul cuyo único cometido en la vida era mecerse en el mar, siempre soñando con el lenguaje... De hecho, solían pasar los días pronunciando palabras al azar solo porque les hicieran cosquillitas en las branquias o les hicieran retumbar su cuerpo gelatinoso. Su virtud, la que les había salvado de la catástrofe que dejó a Ung en ruinas, era que cada vez que había más de tres de esas alguitas, y siempre que fueran capaces de recordar las tres el mismo poema, podían volar hacia donde quisieran, mientras sus diminutas voces recitaran al unísono. Y hoy os quiero contar la historia de tres de esas alguitas y del viaje tan enorme que dieron hasta llegar a nuestra Tierra, solo que unos cuantos millones de años más atrás de lo que estamos ahora.
         Nuestras algas azules se llamaban Zafirenze, Añíleo y Cerúlian. Como es normal, todas las algas tenían nombres palpitantes y cargados de vida, y tenían los ojos garzos. Estos tres alguitos, porque eran macho, se conocían desde hacía infinitos lustros, tanto es así, que podían conocer perfectamente cientos de miles de poemas, no solo de su planeta, sino de los planetas de alrededor que poseían vida.
Zafirenze estaba especializado en vocalizar los sentimientos que mostraban las arenas de los desiertos; le parecían las más hermosas, y podía pasarse horas hablando de la cotidianidad que escribían las dunas y de las épicas gestas que narraban las tormentas de arena. Todas esas historias se borraban rápido en sus respectivos planetas, pero no se iban tan rápido de la memoria de Zafirenze.
Por el contrario, Añíleo se mostraba más inclinado a escuchar, más que a ver, y por eso le encantaban pasarse horas con los ojuelos cerrados escuchando todos los lamentos, las alegrías y los entusiasmos de cualquier ser del Universo. Para él, cualquier sentimiento, viniese de la raza que viniese (¡incluso aunque viniese del clamor jubiloso de unos reptiles que ya tienen presa!) era poesía.
         La historia de Cerúlian era un poco más complicada, pues es la que unió a las tres algas. Resulta que Cerúlian, cuando surgió del suelo, no era como el resto de algas azules. A él, no le gustaba el lenguaje, por mucho que sus compatriotas se esforzaran en que él captara la belleza. Siempre estaba solo. Siempre, hasta que un día Zafirenze y Añíleo se acercaron hasta él. No le contaron poemas, pero nadaron a su lado mucho tiempo, ante la atenta y escrupulosa mirada de un Celúrian tal vez un poco miedoso. Las dos algas nuevas no hablaban entre ellas, sino que parecía que cantaran, y esto a nuestra alguita le gustó, y les pidió que les enseñaran a tonada. Con ella, las tres se pusieron a volar, aunque no fuera estrictamente un poema. Volaron durante bastante tiempo, siempre con las alas del lenguaje musical, siempre sintiendo esas seis o siete notas en su piel, tarareando con todas y cada una de sus ciento setenta y ocho boquitas. Volaron y volaron hasta que empezaron a cansarse, y entonces se dirigieron hacia el planeta más cercano para descansar. Se trataba de un planeta recubierto de agua y humo marrón. No parecía que hubiera nada vivo en él, así que fueron hacia las partes terrestres para explorarlo.
      Encontraron algo en el primer suelo que pisaron. Era una especie de rectángulo duro lleno de otros rectángulos, muy muy finos, que estaban recubiertos de garabatos. Zafirenze fue quien lo cogió, y no puedo entender nada, pensó que sería algo decorativo, así que se lo tiró a Cerúlian para que le echara un vistazo.
Allí fue donde Cerúlian aprendió que sí amaba el lenguaje, solo que el que amaba era el lenguaje de unas criaturas extintas. Un lenguaje escrito, que sus ojos podían descifrar y leer al resto de algas que no podían. En cuestión de segundos el mundo se abrió ante sus ojos, su vida cobró un sentido se sintió como en la cima de una montaña libre... Y de repente se despeñó: su maravilla era finita.
En aquel planeta habían muerto todos menos los poetas... ¡y ni siquiera ellos sobrevivieron enteros!

martes, 25 de marzo de 2014

Físicamente hablando.

Quería escribir una gilipollez que no me cabía en un tuit, así que aquí va xD

Todos tenemos defectos,y están presentes en nuestra vida en mayor o menor medida, de forma que hay gente que sabe convertir los defectos en bromas y gente que sabe convertirlos en complejos. Ante esto, lo que quiero decir es que la gente no te aprecia por tu normalidad o por lo mucho que te parezcas a un estándar agradable a la vista o al oído; opino que la gente quiere a las personas por sus distinciones. ¿Te reconocen porque eres la chica que lleva el pelo como las otras mil o porque tienes la nariz pequeña? El individuo quiere al individuo, y aunque sí que considero necesarias nociones básicas de educación y respeto, no comparto el criterio que tenéis sobre ser perfectos para el resto. Enorgullécete de tus rodillas torcidas, de tu culo de foca o de tus costillas como jaulas. Enorgullécete de aquello que no puedes o no quieres cambiar, porque cada uno tenemos unas convenciones propias sobre el físico.

martes, 18 de marzo de 2014

Amor platónito.

¿Te crees que el adoquín gris de la acera no piensa en ti cada vez que le pisas?
Malditos humanos, siempre pensando en sus cosas, siempre apareciendo y desapareciendo, siempre pensando que son los únicos que sienten... Maldita sea, si pensara en todas esas personas que han pasado por encima de mi grisácea persona y al instante se han olvidado de mí, es más, que ni siquiera han reparado en mi presencia, ¡estaría roto en pedazos como muchos de sus corazones!
       ¿Cuántos gritos desesperados de borrachos, poetas, madres, muchachas, jóvenes y ancianos habré tenido que escuchar a intempestivas horas de la noche? ¿cuántos putos refrescos se os han caído encima de mi cara? ¿a cuántos de todos esos melancólicos les ha dado por comparar a mi hermosa, cuadrangrisácea y sexy figura con su estúpida vida anodina? ¿a cuántos jodidos perros me hubiera gustado escupir desde abajo?
 Podría contaros mil historias, pero nunca queréis escuchar aquello que nunca deja de sosteneros...
Y sin embargo, hoy me muestro reacio a callar. El estúpido ayuntamiento ha empezado a quitar de mi calle a mis compatriotas ladrillos sin color, a mis hermanos de batalla... Y yo sé que seré el siguiente.
Y justo por esa razón, por haberme considerado un viejo inválido, pienso sentarme a contar mis historias como el buen cascarrabias en el que me han convertido. Así que cerrad bien la boca y escuchad bien lo que os digo, panda de cazurros, que a lo mejor incluso os sirve. 
En fin, el caso es que en mi larga vida como adoquín he visto a muchos humanos enamorarse. Y no me digáis que lo único que se puede ver del amor es un beso o un abrazo porque entonces es que no tenéis ni idea de lo que vale un pimiento. Además de que mi historia sería demasiado corta.
Como os iba diciendo, panda de quejicas alborotadores, en mi calle siempre había un niño que todas las tardes salía a mirar el horizonte. En realidad no es un niño muy especial pero creo que he visto nacer en mi calle todos sus amores.
Creo que el que más me gusta fue el tercero o el cuarto que tuvo. Empezó a venir por nuestra calle gris una chica que tenía el pelo naranja. Todavía recuerdo ver en la cara del niño las chiribitas de su corazón prendiéndose al ver que había alguien con el mismo color que su amado horizonte. La niña empezó a pasar todos los días por allí, y eso que ni se decían una palabra. A mí me parecían estúpidos porque pasaron meses así, mirándose.
La verdad es que no sé si hablarían por esos trastos que tienen los humanos o por alguna otra cosa de ese estilo, pero el caso es que cada vez que se veían lo hacían con vergüenza, pero altos... ¿No me entendéis, idiotas? Me refiero a que la niña ponía un pie en mi calle y él ya estaba girando la cara para mirarla de reojo. Ponía un pie en mi calle y los dos bajaban un poco la cabeza, pero los dos llenaban el pecho de aire y os puedo jurar que hasta yo oía sus corazones galopar como aquel día que hubo feria y trajeron caballos de los campos para que guiaran carruajes. Me gustaba llamarlo amor platónito, porque los dos se enrojecían y abrían la boca como peces, pero ninguno se atrevía a hacer una mierda. 
Si me hubieran preguntado si se gustaban el uno al otro, en vez de preguntárselo a esas estúpidas margaritas egoístas, permitiéndome cierta licencia poética, os digo que hubieran podido hacer juntos una bonita canción con el sonido de sus corazones.

El día que no tuvo tu nombre.

El aire no estaba viciado,
tampoco su pelo enredado;
a mi sirena le han crecido alas rosas
y ha decidido marchar.

Aquí ya no huele a sonrisas,
tampoco acaricia la brisa;
y cuando me decido mirar su huequecito
me encojo, y me meto en él.

En ese hueco a mi medida,
te echo en falta en desmedida.

jueves, 13 de marzo de 2014

Los cuentos desos del campo.

El sol brilla como una margarita
las manzanillas huelen a flor
Helenita es un amor
¡ella es la más bonita!

A veces el invierno la enfría
y la tontuna se piensa
que todo es hielo en ella
Pero solo hace falta que ría

Porque su sonrisa es la primavera
y todo lo descongela.

Es tan grande que es pequeña,
es tan dulce que muerde,
es tan frágil que es la más fuerte,
¡ella es la que sueña!

La tortura de lo imposible.

Al menos en el pasado se inventaron un Pastor para que nos guiara, para que no nos perdiéramos y supiéramos a quién acudir cuando tuviéramos dudas, para saber que teníamos la obligación de seguir adelante aunque el camino pareciera inhabitable, peligroso o incluso vacío. Se inventaron la ilusión de alguien que llevaba un faro en una mano y que con la otra nos apretaba la mano para infundirnos algo de valor porque cada uno de nosotros es maravilloso e inimitable y merece ese valor solo para sí mismo, y que nos guiaba por todos esos parajes con una sonrisa hasta que llegara la Muerte a saludarnos. Pero la verdad es que ahora no somos más que un montón de ovejas descarriadas que no saben qué hacer, adónde ir, o si siquiera merece la pena tener objetivos. Somos la sociedad en declive que no sabe ponerse de acuerdo para conseguir sobrevivir.
          Es triste la condena humana de la imaginación, ¿verdad? Todo el día soñando, pensando, realizando con nuestra mente cosas imposibles tanto despiertos como dormidos. Todo el día inventando cosas que podrían ser nuestras, que no lo son, pero que sí lo son porque al menos tienen un poco de realidad en nuestra mente. Al menos, la suficiente realidad como para volvernos locos. Como para añorar algo que nunca hemos visto. Algo que nunca hemos sentido, o que quizás hemos sentido demasiado y por eso estamos enganchados. Una vez dijeron que solo éramos una especie avanzada de primates, pero que aún así éramos capaces de conocer todos los confines del Universo... Pero, ¿en qué nos convierte eso? ¿Somos dueños de algo solamente por entenderlo? ¿Nuestra existencia tiene acaso un poco más de sentido por el hecho de que podamos analizar? ¿O sentir?
Creo que el sentir es lo único que nos puede salvar de la misma vida. También se dijo que el hombre era el único animal que sabía que se estaba muriendo, que esa era la tragedia de nuestra vida. 
Si tenemos que evadirnos de algo inherente a nuestra existencia, ¿por qué no hacerlo con algo que sea también inherente a nuestra existencia?
Si me muero, amo, y ya no sé que me muero.
Si amo, me da igual morir, porque es por algo.
Si no amo, lucho por morir más rápido.
Si amo, ya no quiero morir, y me follo a la Vida.
Si no amo, me follo a la Muerte.
Si voy a morir tarde o temprano, al menos sobrevivamos jugando.
El ser humano busca continuamente su sentido. Somos tan estúpidamente subjetivos, tan ridículamente trascendentales, que podríamos encontrar la agonía humana hasta al ver una piedra. Y aún así luchamos por seguir vivos. Porque el gen egoísta de Dawkins nos dice que la raza ha de seguir. Y nosotros, otra vez estúpidamente trascendentales, pensamos que es porque hay esperanza, que continuaremos, que encontraremos algo mejor; que si la vida siempre cambia, significa que habrá momentos geniales aunque ahora estemos mal. Que podemos salvar el planeta. Que podemos pasear por el Universo. Que podemos encontrar a otros que nos salven. Que podemos salvarnos a nosotros mismos. Que a lo mejor es verdad que estamos aquí por algo. ¡¡Que de verdad existe un camino que seguir!! 

Y aquí acaba mi torrente de palabras tan vacías y tan llenas como otras cualquiera.

domingo, 2 de marzo de 2014

La calma.

Vale, esto es un cuento super raro, pero es que tenía ganas de escribir, y no de pensar o estudiar. Ahí lo lleváis, patatitos taniócratas, buen día :)


Una vez, los pequeños de los Harret entraron en el bosque en un día brumoso. Todo el mundo en la aldea sentía temor ante el bosque, pero también todo el mundo sentía temor ante los Harret.
La aldea estaba rodeada por montañas y un bosque oscuro, así que estaban desconectados en cierta manera del resto del planeta, aunque eso no les importase mucho. Los aldeanos siempre habían formado una gran familia conservadora que se conocía de toda la vida; por eso los Harret seguían siendo Los Extraños aunque hubiesen llegado hacía ya ocho primaveras. Todo el mundo recordaba aquel acontecimiento: se presentaron el primer día de primavera, compraron una pequeña parcela y se construyeron una casa con madera del bosque. Nadie les ayudó, pero ellos tampoco intentaron entablar relaciones con nadie. Eran rubios. Muy rubios y de ojos muy azules, y tan altos ambos que parecían gigantes en comparación con el resto de los campesino. El pillo Jackson utilizó mucho su altura para hacer gracias. Se llamaban Vogellied y Glanz. A la vieja Becca le parecieron nombres ridículos y difíciles de pronunciar.
        En todo caso, nueve meses más tarde, un día tímido, con  un sol que asomaba entre la niebla, nacieron los dos gemelos, niño y niña, de los Harret. Lloraron alto, y abrieron los ojos en su primer día, lo que al resto del pueblo le pareció un mal augurio. El caso es que crecieron yendo a lugares del bosque donde nadie más iba, volviendo siempre con flores tan brillantes como esos ojos verde pino que tenían. Me gustaría describir su voz, pero la verdad es que solo hablaban cuando no había nadie delante. Pero siempre andaban riendo. Eran extraños.
          A nadie le sorprendió, por todo esto, que los niños entraran aquel día en el bosque, pero lo que si les sorprendió fue que no volvieran al atardecer, y que, al caer la noche, Vogellied y Glanz salieran a buscarles cargados con candiles, rompiendo la noche con el sonido de sus nombres: Lächeln y Ungust. Día tras día salieron a buscarlos al bosque, con la cara más congestionada cada día que pasaba. Cuando pasó un mes, perdieron la esperanza y celebraron un pequeño funeral, una noche oscura llena de velas, vaho frío y sollozos.
Vogellied tardó un mes más en morir de pena. 
Glanz se convirtió en un viejo de repente y empezó a ir a la taberna para quedarse en un rincón a escuchar lo que las gentes decía, quizás para olvidar así el curso negro de sus pensamientos. 
El pueblo se convirtió en un lugar tenso, donde los fantasmas susurraban en tu oreja.
         Y de repente, pasados ya cuatro otoños, cuando ya nadie les esperaba, volvieron del bosque. Y los niños de ojos verde pino ya no reían más. Todo el mundo se preguntó qué habrían visto, qué narices les había tenido que pasar a esos extraños gemelos para que hubiesen desaparecido en el bosque tanto tiempo y hubieran sobrevivido. Pero ellos no saciaron la curiosidad de nadie, simplemente fueron a casa, para descubrir, en la parte de atrás, la losa que cubría a su madre. Entraron en la casita de madera bajo la atenta mirada de todos los aldeanos, sin devolver a nadie la mirada. En cuanto empezó a salir humo por la chimenea, todos se dispersaron. Sam, el panadero, y William el del yunque fueron a la posada, asegurándose el uno al otro que aquellos niños estaban locos. Al entrar  en la taberna, se dieron cuenta enseguida de que el ambiente estaba agitado, aunque todos estaban sumidos en sus pensamientos, nadie hablaba entre sí. Era raro que nadie hablara entre sí cuando había noticias tan frescas que comentar. La causa era que Glanz seguía perenne en su esquina de la taberna; aún nadie le había contado que sus hijos estaban en su casa, aunque no le considerasen ya un Extraño después de tanto tiempo allí.
          Sam se acercó a él y le apretó un poco el brazo con la mano, zarandeándolo y mirándole a los ojos:
-Vuelve a tu hogar. -Le dijo, y os juro que él entendió con esa sola frase y esa mirada que ya no iba a estar más veces solo en aquella casa donde le pesaban los recuerdos.
Se levantó de un salto y empezó a correr, y nadie le detuvo aunque hoy no hubiera pagado sus cervezas, pues nadie hubiera podido detener a ese hombre triste. Glanz corrió por entre las casas, quejándose entre dientes de que su casa estuviera tan cerca del bosque y tan lejos de la aldea, del frío que hacía y de que sus malditas piernas no supieran correr más rápido, atenazadas como estaban de no hacer nada nunca. Su corazón se hinchó cuando vio la primera voluta de humo salir de su chimenea, y sus pasos fueron más ligeros atravesando el pequeño prado que les separaba de sus hijos.
Dudo durante un segundo, y abrió la puerta.
Frente a él se encontraban su hija y su hijo sentados cada uno en una silla al calor de la lumbre, con ropas hechas de cuero y el pelo rubio alborotado, que le miraban con los ojos muy abiertos, entre temerosos y anhelantes, sin saber exactamente cómo comportarse. Él mismo, sin saber si ese era el día más magnífico de su vida o el peor, sin saber si estar enfadado, rabioso, exuberante o feliz, abrazó a los dos con una fuerza que contenía todas las emociones que había estado conteniendo desde el día en el que desaparecieron: la muerte de su mujer, la añoranza que había sentido por todas las veces que los gemelos le traían plumas y flores del bosque cuando eran pequeños, las miradas de conmiseración del resto de aldeanos... Ahora abrazaba a unas pequeñas personas pálidas de doce años que se parecían a una imagen distorsionada y mayor de sus hijos. Lächeln empezaba a tener formas, el pelo muy largo, y cuando su padre la soltó, volvía a sonreír con sus gruesos labios de color manzana, y sus ojos brillaban con la fuerza de los bosques en los que se había perdido. Ungust era un pequeño y musculoso hombrecito, su pelo se oscurecía en rizos caóticos de trigo tostado, en sus pómulos asomaba la primera pelusilla de lo que algún día sería una gran barba, cuando Glanz le soltó de su abrazo, sus ojos estaban empañados, así que su hermana le rozó con cariño la mano como consuelo. Vio que ambos eran fuertes.
               No empezaron a hablar en alemán como siempre habían hecho su madre y su padre. No se dirigieron entre ellos palabras de amor, perdón o consternación. El padre empezó a cocinar y los gemelos limpiaron el polvo de los platos y los cubiertos de madera. La niña sonrió ante la muesca que tenía el tenedor que estaba limpiando, recordando que se había hecho cuando intentaron dar de comer a un gato montés de los alrededores y cómo les había regañado su madre cuando lo hicieron. Se lo enseñó a su hermano y a su padre, y de repente todos se sintieron en el hogar de nuevo.
               Se sentaron en los taburetes y los niños empezaron a hablar con palabras temerosas, lentamente, utilizando muchos gestos y trastabillando con el lenguaje, como si llevaran mucho tiempo sin hablar con nadie. Cuando comenzaron a contar lo que había pasado en el bosque, pareció como si el mundo se hubiera oscurecido de repente.
Como cualquier otro día, contaron, ellos se hallaban paseando por el bosque, cuando vieron un gran pájaro azul con una cola enorme. En seguida pensaron que esas plumas tenían el mismo color que el tono de los ojos de su madre, y que sería perfecto poder quitarle unas cuantas para poder hacerle una diadema, así que empezaron a perseguirlo. Le persiguieron durante mucho rato, mientras el bosque se hacía más estrecho, pegajoso, oscuro y amenazador. Para evadirlos, el gran pájaro azul se escondió entre un montón de helechos punzantes. ''Y había tantos helechos de aquellos, papá, un gran mar de agujas secas. Y la niebla. A partir de aquel día, ya supimos qué imagen ponerle al infierno del que nos hablaba mamá. Dios mío, si con solo mirar esos pinchos ya dolían.'' Pero no podían dejar de perseguirlo, así que decidieron volver a casa y coger el hacha, o un abrigo más grande con el que no notar los pinchazos. Pero antes de que pudieran dar la vuelta, pasó algo. Los helechos empezaron a arder con un fuego azul. Pero al contrario que con el fuego normal, cada vez hacía más frío. ''Todavía recuerdo cómo a Lächeln se le congelaron las pestañas'', dijo Ungust estremeciéndose. Los helechos ardían donde debía estar el pájaro, pero lo peor fue cuando dejaron de arder. Fue de repente. La llama se apagó. Los gemelos tenían miedo, y frío, pero no podían ver la mancha quemada del suelo desde donde estaban, así que, con la sangre paralizada y los dedos entumecidos, abrieron poco a poco un camino hacia el centro de los matorrales. A medida que se acercaban, veían cómo el zarzal se iba recubriendo de escarcha.
Al principio no se creyeron lo que veían. Incluso se les escapó un grito de la impresión. Las enormes plumas azules del pájaro se habían dispuesto en un círculo enorme, y en el centro de ese círculo había un enorme cubo de hielo con algo dentro. Los gemelos se acercaron poco a poco, intentando apreciar las formas de cualquiera que fuera esa cosa, sustituyendo su miedo con la curiosidad que tiene cualquier niño de ocho años. El pequeño le dio un par de vueltas al gran cubo mientras se chupaba la sangre de un par de heridas que se había hecho con los pinchos. La pequeña arrimó nariz, sonrosada por el frío, al hielo, casi hasta quedarse bizca con tal de descubrir qué había en el interior. Sin querer, rozó el hielo con a nariz, y en el instante en el que lo hizo, el hielo se derritió como una cascada, empapando a ambos niños de arriba abajo. Mientras el agua caía, un gran hombre de barba esponjosa y blanca, nariz y sombrero picudos y túnica plateada se levantó tosiendo. Curiosamente, lo que más sorprendió a los niños fue que aquel hombre fuera incluso más grande e impotente que su padre.
-Dobro juto, mali.-Aquel viejo profirió una sonrisa de oreja a oreja durante unos segundos, hasta que vio en los ojos de los niños que no le habían entendido ni una palabra.
Volvió a probar:
-God morgon, små!-Ahora tampoco le entendían del todo, pero a los niños le sonaban un poco las palabras, de forma que al menos ya sabían que no les estaba echando ningún conjuro, pero seguía sin poder comunicarse con ellos así que lo intentó una vez más:
-¡Buenos días, pequeños!-Esta vez los niños si que le devolvieron una pequeña sonrisa de vuelta, algo dudosos, aunque no se atrevían a hablar.-Yo soy el gran mago Emgom, seguro que habéis oído hablar de mí, ¿quiénes sois vosotros?
-Es imposible que usted sea el mago Emgom. -Lächeln torció su sonrisa con un mohín- Todo el mundo conoce la historia del mago Emgom. Fue hace cientos de años cuando oscureció el sol. -Se cruzó de brazos y añadió,- Usted no tiene la barba tan larga como para tener tantos años.
En aquel momento, el mago que había parecido simpático se tornó en amenazador, sacó una cinta perlada de su túnica y ató las manos de los niños con un movimiento de mano, inmensamente cabreado, como cualquier mago hubiera estado en su lugar si una niña hubiera despreciado la longitud de su vello facial.
            Los niños contaron a su padre cómo el mago les había dicho entonces que cerraran los ojos y le habían escuchado chasquear los dedos. Cuando volvieron a abrirlos, se encontraban frente al puente levadizo que les permitiría atravesar el foso hasta una pequeña ciudadela fortificada.En el centro de la ciudad se recortaba contra el cielo una enorme torre con forma de alfil negro. Cuando dieron una vuelta sobre sí mismos para apreciar el paisaje, vieron que a los lados de la ciudadela había grandes enormes campos con viñedos y maizales en forma de cuadrados dispuestos como un tablero, y frente a la ciudad, a algunos kilómetros, había otra ciudad, con una torre negra con forma la forma redondeada de un peón. Aunque por aquel entonces no sabían que ese tipo extraño de torres se llamaban así.
A partir de aquel día, los niños se convirtieron en los esclavos de Emgom. El primer día, antes incluso de darles de comer, los llevó a su despacho, aturullado de libros y bocetos que empapelaban las paredes y los suelos. En el centro de la estancia había un gran escritorio con patas de león, y, encima del león, un enorme tablero de cuadrados y fichas talladas de color banco y negro. Emgom les enseñó que aquello se llamaba ajedrez, y que tan solo era un mapa a pequeña escala del mundo en el que estaban. Les enseñó cuál era cada pieza y cómo se movía. Les contó cómo en la vida real él era el dirigente de la pieza alfil, mientras que Siz controlaba el rey o Qiup dirigía al peón. A partir de ese día, todas las mañanas hermano y hermana tenían que subir a jugar innumerables partidas mientras Emgom les observaba, esperando encontrar nuevas estrategias para poder proteger a su pueblo y vencer a aquellos sucios traidores que capitaneaban las piezas blancas. Así pasaron cuatro años de su vida. Hasta que ganaron la partida y se les permitió volver a casa.

martes, 18 de febrero de 2014

Descargando frustraciones.

Tras los grandes regímenes, las leyes son siempre más blandas, por eso en Argentina tras la Revolución del Parque en los 90 se concedieron una serie de indultos, de tal manera que muchos torturadores quedaron libres gracias a la amnistía ofrecida. Ante esto, España actuó, extraditando y sometiendo a justicia a todos estos criminales. Un aplauso para esa España que creía en aquello que debe hacerse por derecho y equidad.
       Sin embargo ahora, ¿qué? Nos apartamos de la justicia internacional por miedo a represalias monetarias. Que sí, que es cierto que estamos en una situación precaria y es posible que lo mejor para tener contentos al resto de países sea agachar la cabeza y comer mierda hasta que las cosas se estabilicen (cosa que también veo una gilipollez, si no, mirad a mi amada Islandia y a lo que la han llevado sus ''locas decisiones''). ¿Acaso en Kingsbridge cesaron de luchar contra el malvado William Hamleigh tan solo por temor a la muerte? ¿No es mejor cambiar las cosas, por mucho sacrificio que suponga, a esperar a que se solucionen por sí solas? Joder, ya que somos pobres, ¡al menos seamos humanos! Ya que somos pobres, ¡demos la ocasión de que nuestros hijos no lo sean!
       ¿Es que estamos locos? Ya no solo hablo de España, que es la que me ha enfadado de primeras al salir en las noticias, es que el mundo está entero loco. Loco por el dinero y por esa absurda sensación de protección que da a los países, por esa ''protección'' a base de armas que sirven proteger a su amado pueblo, el cual ni siquiera puede comer a veces. ¿No sería más lógico cambiar la situación a nivel planetario y después dedicar el dinero de esas armas que ya no se usarían en educación?
        Me consume la rabia tan solo de pensar en la cantidad ingente de personas que están sufriendo, de saber que todos son conscientes de este hecho y que ningún país se digna a responder ante esta situación tan solo por una estúpida cosa: la ideología. ¿Por qué un ser humano es más digno de vivir que otro solo porque haya nacido en según qué sitio? ¿Por qué hay gente siendo condenada solo por mala suerte? ¿Desde cuándo a los humanos les importa más encomendarse a una idea que, simplemente, vivir?
        Y es que tenemos muchos ejemplos claros y muy actuales: Siria, Corea del Norte... En el régimen nazi, todos los países pusieron de excusa que no se sabía de la real existencia de los campos de concentración y por eso no se actuó. Ahora sabemos que en este mismo momento hay campos de concentración brutales en funcionamiento. ¿Cuál es la excusa para dejar masacrar a tantos humanos?
        Todo esto es muy complicado, la solución parece inalcanzable, y sin embargo, es asquerosamente necesaria.

lunes, 17 de febrero de 2014

Los títulos no son lo mío.

Pues eso, que hoy me aburría, no tenía ganas de estudiar, ni tenía nada que decir, pero me apetecía escribir algo, así que ahí va otro cuentecillo improvisado. I hope ya all enjoy it madarfacars or my orange juice will rape your mothers.

Érase una vez un vampiro que estaba harto de comer sangre baja en grasa.
Su tez blanquecina estaba más blanquecina que de costumbre.
Blanquecínamente ridícula. O ridículamente blanquecina.
Estaba más blanco que la luna reflejada en los ojos de sus víctimas cuando salía a cazar.

Sus delgadas extremidades, estaban inmensamente más delgadas que de costumbre.
Diminutamente delgadas. Delgadísimamente diminutas.
Estaba tan delgado, que todo él era una pequeñez, y ya las víctimas no le tomaban en serio.

Su cuerpo sin fuerzas, ya no le podía sostener como de costumbre.
Extravagantemente encorvado. Encorvadísimamente extravagante.
Estaba más encorvado que el cuello de aquel cisne, mascota de una de sus víctimas.

El vampiro estaba harto de comer sangre baja en grasa.. Estaba empezando a odiar que a la gente que solo se alimentaba de transparentes finas lonchas de pavo a la espera de ser tan magros como esa fina loncha de pavo.
Así que se mudó a Norteamérica.

domingo, 16 de febrero de 2014

Stuff.

Mi corazón alborotado
-como su pelo-
grita, el atontado,
que te quiere a su lado.

Es de suponer,
que tiempo ha
le tocó aprender,
pero parece que ha olvidado.

Y otra vez, y otra, y otra
suena una canción,
que acelera sus latidos.

Un verano cualquiera...

Oki, esta vez toca un cuento, un poquito más largo, basado en un sueño que tuve el otro día. Espero añadirle la máxima verosimilitud posible. Espero que os guste y no os riáis de mi subconsciente, ahí va :D

Después de todo un año estudiando como una condenada para que mi padre me lo permitiera, al fin estaba guardando mis pertenencias en el maletero del coche de mi mejor amigo. Seguramente, para Pablo, Joseta, la pequeña Cris y para mí este iba a ser el verano de nuestras vidas. Ellos eran ese tipo de amigo que todo el mundo debería tener, con el que de una manera u otra te lo vas a pasar bien, sin drogas y sin dinero (aunque eso no implica que no nos metiéramos en líos de vez en cuando) y que siempre van a tener ese cariño y esa confianza especial aunque haya pasado un montón de tiempo desde la última vez que los viste. Este verano iba a ser fantástico porque los cuatro nos íbamos a ir a pasar las vacaciones solos a una casa de la playa que nos había prestado un tío mío.
        El viaje fue genial, todo el rato haciendo bromas, riéndonos y soñando con todo lo que íbamos a hacer en cuanto pisáramos el mar. Cuando al fin llegamos a la casa descubrimos que más bien era una mansión; tenía dos pisos muy lujosos, un jardín y una maravillosa piscina olímpica con vistas tropicales. Como es normal, todos nos peleamos por las dos habitaciones con cama de matrimonio, aunque, si os digo la verdad, al final solo las utilizaríamos para guardar la ropa, pues acabamos durmiendo todos los días en la terraza viendo las lluvias de estrellas, deseando que este viaje pudiera repetirse todos los años, juntos, a lo largo de nuestras vidas. Realmente nos hacíamos sentir muy especiales entre nosotros. Era mágico.
       A la mañana siguiente de la primera noche fuimos a investigar los alrededores. Estábamos en una especie de mini barrio muy cutre y pobre donde nuestra casa destacaba de forma ultrajante. Me recordaba a los tópicos que solemos tener sobre México, con gente morenita andando con ropas viejas por el desierto alimentándose de la comida de sus huertos. Tuvimos que ir a la ciudad, que estaba a unos 25 kilómetros, para poder comprar el desayuno, con Joseta quejándose todo el rato porque todo estaba muy lejos y a la vez siendo feliz porque aquí toda la gente tenía barba.
       Al volver a casa, propusimos crear una nueva comida, osea, ir mezclando ingredientes al azar hasta que quede algo digno de Ferran Adrià, pero Cris se opuso a tope porque decía que no quería morir de inanición. Así que se puso a cocinar pasta, armada con una cuchara de palo con la que azotarnos si nos veía intentando echar roquefort, maíz o pringles a la salsa. Pese a sus esfuerzos, Pablo, Joseta y yo, empezamos a idear una estratagema con la que llevar a cabo nuestro propósito de inventar una nueva comida. Cuando íbamos a llevarla a la práctica, sonó el timbre y en la puerta de nuestra casa apareció una modelo en bikini, que decía ser nuestra vecina de conocer a mi tío de toda la vida, y preguntándonos que si se podía bañar en la piscina. Junto a ella, una mujer mayor, de piel muy morena, una enorme mancha con forma de estrella borrosa encima del ojo que le ocupaba media cara, rasgos indígenas y que montaba en silla de ruedas, nos miraba como si pudiera leer nuestros pensamientos como si fuéramos libros abiertos. Su mirada sin color nos atravesaba y puedo aseguraros que ni uno de nosotros pudo evitar el escalofrío y la sensación de pequeñez que nos sobrecogió.
        Por suerte tenía el móvil encima, llamé a mi tío para que me asegurara que no estaba metiendo a unas desconocidas en su casa y él me dijo que mientras no nos molestara tenerlas por allí, no harían nada malo y podríamos dejarlas pasar.
Y de este modo, cambió nuestra vida sin que nos diéramos cuenta. No sé qué pasó, qué clase de actuación tenía su presencia sobre nosotros, que nos llenaba de tensión, que nos daba pánico estar a solas, pero el caso es que éramos más felices en los momentos en los que se marchaban.
       Un día, tuve que ir sola al pueblo, dejando a mis queridos amigos con aquellas dos mujeres en casa. Compré papel higiénico, pedí y me comí un croissant y de repente empezó a sonarme el móvil. Era mi tío, así que descolgué:
-¡Hola! ¿Qué tal?-sonreí.
-Bien, bien, como siempre, vosotros, ¿todo bien?-su voz sonaba algo preocupada, si os digo la verdad.
-Sin lugar a dudas, ¡este sitio es genial! No sé cómo no vives aquí todo el año... ¿Llamabas solo para eso?
-Hummm... Bueno, a decir verdad no es ese el motivo de mi llamada, verás, es que el otro día me preguntaste por dos mujeres y, bueno, es cierto que han vivido siempre allí, pero el otro día cuando estaba comiendo con tu tía surgió el tema y me dijo que se ve que hacía un par de años habían muerto en el caso aquel tan sonado, el del aquelarre, ¿lo recuerdas? Salió mucho en las noticias... Y quería saber si estabas segura de que eran esas dos, o si podía haber sido una confusión de personas o algo así...
-Espera, ¿el caso del aquelarre...? ¿Te refieres a aquellos de la secta satánica esta que pillaron? ¿No eran un montón de niñatos? Estas dos mujeres no parecen haberse mezclado con nada de eso.
-No, al parecer eran grupo bastante grande de ancianas que se tatuaron el pentáculo encima del ojo. Ese era su símb...
         El teléfono se colgó de repente, justo en el momento en el que se apareció en mi mente el rostro de la anciana que estaba ahora mismo en casa con mis amigos. Aquel rostro oscuro con una mancha. Mi sangre se congeló durante un segundo. Fui corriendo al aparcamiento a por el coche y entré dentro, pensando todo el rato en cosas positivas mientras emprendía el camino de regreso a casa. Cosas como que podía ser simplemente una equivocación. Que aquellas mujeres no necesitaban ni querían la sangre de mis amigos. Riéndome entre dientes, muy nerviosa, pensando en que la que menos necesitarían sería la de ellos porque eran los menos vírgenes de este planeta.
       Y sin embargo, no se deshacía el nudo que me apretaba el estómago.
Cuando llegué al camino de casa, tuve que bajar del coche con el corazón encogido. Parecía que hubiera habido una especie de explosión de agua en la urbanización: las calles se resquebrajaban desde unas alcantarillas a otras, había que ir saltando de unos trozos de tierra a otros si no querías hundirte. Y el mundo se hizo muy oscuro de repente. Las nubes negras se abalanzaban sobre mí, oprimiéndome, un fuerte viento se levantó a mi alrededor y en el ambiente parecía resonar una risa maligna que erizaba los pelos de la nuca. Penosamente, con los nervios a flor de piel, llegué hasta donde debería estar nuestra casa, nuestra enorme mansión.
         Si bien antes resaltaba por su riqueza, ahora relucía por su ausencia. Donde debiera estar, solo había un enorme agujero negro, demasiado negro. Parecía que su oscuridad se entremezclaba con el cielo; el viento me empujaba hacia él, y tuve miedo, mucho miedo. Las sombras jugaban con mis pies, agarrándose al borde de mis pantalones y mordiéndome con dientes afilados que de repente se convertían en garras y al segundo volvían a convertirse en otra cosa terrorífica distinta. Mi corazón latía más rápido que nunca, sabiendo que en cuanto bajara a buscar a mis amigos, no podría ver nada. No sabría qué me atacaría, ni desde dónde lo haría. En cuanto bajara, podría estar muerta de cualquier forma posible. Las sombras jugarían conmigo, porque a las sombras les gusta jugar con sus víctimas hasta que lloran de desesperación.
         Yo estaba indefensa ante aquel precipicio, pero mis amigos estaban abajo, así que salté.

viernes, 7 de febrero de 2014

Soneto esclavo

A ver yo soy una patata de poeta, osea, una poetata, y mis rimas no son buenas aunque intente mirar métrica por internet, pero me apetecía escribir algo así y es mi blog y escribo todas las patateces que me da la gana para mis patatitos taniócratas a los que les dé igual cuán patato sea.

 Un atardecer de sangre, rojo,
 alguien sin querer ha formado.
 Por mala pata, un asesinato le han acusado
 y le ha convertido en un despojo.

 La esperanza le ha abandonado:
 ya ve el cadalso y se cree terminal
 y por las noches aúlla como un animal,
 el cual odia estar encerrado.

 Pero un día, se abre el cerrojo:
 le han pagado la fianza y se puede ir...
 Pero resulta que ya estaba ido.

 Cuando ya nadie le quiere ver morir,
 ni nadie le quiere perdido,
 su corazón se torna en negro, antaño rojo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El petrífice.

Y hoy toca otro cuentecillo, porque sí, porque yo soy muy de fantasía y porque el viernes pasado mantuve conversaciones muy interesantes con amigos y necesitaba plasmar en algún lugar esas idea, aunque no tengo mucho tiempo para escribir y seguramente lo intente mejorar otro día.

Érase una vez un hombre que caminaba por un desierto de arenas tostadas. Sus andares eran tiesos, sus músculos estaban contraídos sobre sí mismos y su cara mostraba un ictus tan seco como las dunas que le rodeaban. Su figura rectilínea se recortaba durante el día mientras avanzaba de un lado al otro del horizonte; avanzando con unos pasos rígidos que le guiaban siempre hacia delante. Caminaba surcando a trompicones un camino de piedras a medio trazar, un camino que posiblemente no tuviera destino, pero que él sentía como si se le hubiese sido asignado, por lo que lo recorría día tras día sin descanso.
        Un día, por azares del destino, un piedra invisible a sus ojos le hizo tropezarse y caer pesadamente hacia delante; con suerte pudo mover sus brazos agarrotados para protegerse del duro suelo, pero no pudo evitar que los ojos se le llenaran de polvo. Se levantó y se los frotó rabiosamente, con los movimientos quizá un poco más ligeros que antes y, de repente, vio junto a sus pies un diminuto reloj de arena que antes no estaba ahí. Se miró a sí mismo por primera vez en mucho tiempo y descubrió un pequeño compartimento en su pecho, a la altura del corazón, donde el relojito cabía perfectamente.
        Se preguntó qué podía hacer un reloj de arena en medio de su cuerpo, pero no lo hizo con miedo, pues de repente se sintió más próximo a la tierra que le había visto crecer. Su mente se llenó de dudas sobre si el relojito marcaría el fin de sus días y, si era así, quiso saber si podía darle la vuelta y volver a empezar, o llegar a su juventud, o convertirse en inmortal. ¿Seguiría siendo el mismo entonces? ¿O no, porque los granitos de arena no volverían a caer en el mismo orden?
        Intentó buscar la respuesta a su alrededor, ya con los miembros ligeros, y por primera vez advirtió el camino que había recorrido durante toda su vida. ¡Había pasado cerquísima de un montón de oasis y había pasado de largo simplemente porque eso hubiera supuesto un poquito más de esfuerzo! ¿Cómo podía haber pensado así todo aquel tiempo? ¿Cómo había podido vivir con los sentidos embotados? Decidió en aquel momento, que por muy fuerte que fuera el calor del sol o por muy dura que estuviera la arena al clavársele en la cara, nunca más se encogería sobre sí mismo.

Sensaciones.

Las lágrimas de las nubes corrían por la ventana, mostrando a esquirlas un cielo frío y nublado, opresivo; pero a nosotros no nos importaba porque estábamos calentitos dentro de la habitación, rodando entre las sábanas, mirándonos a los ojos y sintiendo que nuestras almas quizás estaban incluso más juntas que nuestros cuerpos, y eso que estábamos abrazados.
        Me miraba con unos ojos metálicos, y me quedé contemplándole un rato, porque hacía mucho que no me sentía tan feliz o tan unida a alguien. Me despertó de mi embobamiento con un guiño de ojos y una sonrisa, y de repente me besó. Después de una tarde de risas, me besó, y yo sentí como que podía volar, como si siempre hubiese tenido alas pero nunca me hubiera dado cuenta; y me arrimé más hacia él, con mi cuerpo flotando en una nube. Hizo el beso más profundo, más delicado, me abrazó de la cintura, y de repente me dio un bocadito en el labio inferior, recorriendo así mi cuerpo con un escalofrío electrizante, y mi espalda se arqueó.
        La verdad es que eso me dio vergüenza, mi reacción, el que fuera tan fácil conseguirme suspiros. Me sonrosé porque me hacía sentir como una cría que no ha probado muchas cosas en su vida; y  me gustó sonrosarme, porque hacía tiempo que el resto de la gente solo sabía hacerme sentir vieja. Y al sonrosarse mis mejillas, se rió, con una risa cristalina, con una risa de pura masculinidad autorrealizándose, y empezó a darme pequeños besos por toda la cara, acabando con sus labios en mi oreja, mientras mis rodillas se convertía en gelatina. Se puso sobre mí y me miró con ojos traviesos, jugando con mi pelo y sonriendo a la espera de mi reacción.
       Derretida, le pedí que me diera un beso, pero como no lo hizo, intenté levantarme para robárselo, pero me sujetó de las muñecas. Le dejé que me besara durante un rato, pensando que era increíble que alguien jugara así conmigo, cuando yo sé que estas cosas solo pasan en los libros. Y descubrí que yo no quería ser menos, así que en cuanto pude, me escapé de debajo suya y busqué mi camiseta. ''¿Qué ha pasado? ¿Es que ya te vas?'', me miró entre triste y contrariado. Pero yo no me puse la camiseta, si no que le dí un beso y le dije que cerrara los ojos, para ponérsela como venda. Me resultó muy excitante, si me permitís la expresión, el ver a alguien tan orgulloso y dulce ''bajo mi poder'', expectante de mis besos, de mis caricias, de lo que yo hiciera a continuación. Y no le hice esperar.

Y tras horas de juegos entre ambos, hicimos el amor. Varias veces. Y aquella noche, dormí allí.
Todos adoramos sentirnos queridos. A todos nos gustan que nos besen en el cuello mientras nos dicen cosas bonitas. Que nos besen y nos susurren, haciéndonos cosquillitas en el cuello con la nariz, lo bien que olemos. Que nos besen y nos acaricien el pelo mientras nos dicen lo bonito que lo tenemos. Que nos vuelvan a besar y nos digan lo suaves que somos mientras nos acarician la espalda. Que nos besen, esta vez en los labios, y podamos ver cómo sus pupilas se dilatan, sus ojos sonriendo. A todos nos gusta que nos encierren en una jaula de brazos protectores cuando vamos a ir a dormir, y que nos toquen suavemente el pelo para ayudarnos a conciliar el sueño. Y que nos despierten con mordisquitos en el cuello. Todos queremos escuchar un ''Te quiero'' que nos cobije.

miércoles, 22 de enero de 2014

Gracias a Hª del Arte...

Por suerte o por desgracia, estas pasadas navidades (quizás ya no tan recientes), he tenido la posibilidad de viajar a dos maravillosas ciudades españolas: Toledo y Madrid, y me gustaría hablar un poco de su arquitectura, más que nada, porque las diferencias entre ambas ciudades en ese ámbito están soberanamente acentuadas.
         Para mí no hay nada más bonito que los estrechos callejones de Toledo, que te abrazan y te abrigan, construidos así para que los ejércitos enemigos vieran complicado su avance si consiguieran penetrar en la ciudad. Es gracioso, porque si ya de por sí esta ciudad fue erigida estrecha, con el paso del tiempo los mismos habitantes se han ido apropiando de algunas de las calles, utilizando como patios o neveras los callejones entre edificio y edificio de vecinos. Es una ciudad muy hogareña.
Algo apasionante de esta ciudad es que hay verdaderas obras de arte entre esos edificios que te arropan, y no solo hablo de los mismos edificios, conventos, hospederías, la mismísima catedral o el mismísimo alcázar, sino por ejemplo de una virgen negra (supuestamente parte del tesoro templario de la Iglesia de San Miguel) que data del S. XVI, la cual cualquiera podría robar si tuviera iniciativa suficiente. Además, está recubierto de estilos arquitectónicos: iglesias románicas, (creo que incluso perduran una o dos iglesias visigodas), mezquitas, y en general gótico, barroco, renacimiento... Y a mí todo esto me encanta porque soy una amante de los arcos y de cómo el ser humano logra embellecer de tal manera con las fórmula matemáticas unas arquitecturas cuya principal utilidad es separar un espacio de otro. En general, Toledo es una ciudad muy rica culturalmente, ¡no olvidemos que una vez llegó a ser capital!
     Por el contrario, Madrid consta de una arquitectura muy arquitrabada e imponente, con unos edificios tan inmensos y fríos que parecen que van a perdurar así hasta el fin de los tiempos, sin importarles lo que suceda a su alrededor. No sé cómo describirlo de la forma más certera posible, pero lo que quiero decir en general es que es una ciudad muy capitalista, lo cual tiene sus cosas positivas; las cuales son maravillosas, como por ejemplo que haya restaurantes de todos los tipos posibles (tío, ¡que hay hasta etíopes!), y sus aspectos negativos, como que hay un montón de gente por las calles que parecen el ejemplo vivo del consumismo, la verdad (aunque a lo mejor mi visión está distorsionada porque fui cuando había rebajas y me iba chocando con la gente, y ni siquiera pedían perdón).
Algunas de las cosas que me encantaron de Madrid, sin embargo, fueron sus parques inmensos (dato curioso: en el parque del Retiro está la única estatua del mundo que representa al Diablo, el ángel caído) y que cuando alzabas la vista hasta casi partirte el cuello, en lo alto de esos altísimos edificios había cúpulas brillantes con el sol, a veces con estatuas encima.