jueves, 8 de mayo de 2014

El día que Caronte vivió.

Vale, obviemos el título; después de todo, los títulos solo son una carta de presentación y a mí nunca se me dió bien presentarme. A lo mejor el siguiente relato tiene algunas lagunas, fallos con respecto a la mitología o no me expreso lo suficientemente claro, pero es que se trata de la historia de un sueño que tuve antes de ayer, creo, que me pareció digna de un blog. Espero que os guste ^^

Todo comenzó el día que yo me morí.
Mi alma (una yo inmaterial que también iba en pijama y que se sentía libre) bajó (no sé por qué caminos, ni tampoco exactamente adónde) y llegó a la orilla de una laguna. La laguna, de un color gris suplicante, estaba cubierta por una especie de cielo plagado de nubes tormentosas, oscurísimas, impenetrables, que me hacían imposible saber si era de día o de noche y que le conferían a todo un aspecto bastante lóbrego. Allí, entre las sombras, había una multitud extravagantemente grande de gente en fila india, esperando para no sé el qué. Delante de mí, había un hombre que intentaba arrancarse los ojos. Me acerqué un poco a él y le pregunté educadamente que si él conocía nuestro paradero. Él, con un gruñido por respuesta, utilizó una de sus manos para señalar un pequeño cartel que me había pasado inadvertido mientras con la otra mano conseguía explotarse uno de los globos oculares, manchándome la ropa del alma de humor vítreo almoso. El cartel rezaba ''Estigia''.
En ese momento creo que me volví a morir, pero esta vez de la risa. ¿Estaba yendo al Infierno? Desde luego, no me sorprendía, pero el hecho de que hubiera cola para ir al Infierno me parecía fascinante. ¿Sería esta ingente cantidad de personas una prueba de que el Gran Abismo tenía unas instalaciones muy malas? ¿O quizás la primera tortura era perder la paciencia?
En todo caso, me senté en una piedra recubierta de helechos a esperar, hasta que me llegó el turno de subir a la barca de Caronte junto con otros condenados. Los observé a medida que pasaban sus piernas etéreas por encima de la barca: el que había delante mía ya había conseguido sacarse los dos ojos, quién sabe por qué motivo, y ahora intentaba arrancarse los dientes uno a uno, para metérselos bajo las uñas. Tras él, subía una mujer que tenía unas arrugas de expresión increíblemente profundas en el rostro de su alma, lo que suponía que debía de estar realmente atormentada; su garganta estaba cortada de un tajo. Hacia la barca rodó también una masa informe muy poco antropomorfa, pero que debía de ser humano; tenía una diminuta cabeza en comparación con el cuerpo y unos pequeños bracitos y piernas sumergidos en la grasa. También subió un anciano que parecía plácido. Por su expresión, elucubré que debía de ser el que peores actos hubiera cometido, pero el que menos se arrepentía. Miraba con cariño todos los recuerdos que tenía en sus manos, sonriendo con algo de nostalgia. Y tras él subió un niño muy pequeño que parecía trastocado. Muy silencioso, se acurrucó en la proa de la barca. Tras ellos subí yo, y al fin vi la faz de Caronte.
Nunca me lo hubiera imaginado así. Una enorme y viejísima capa negra envolvía su cuerpo, era liviana de modo que parecía flotar a su alrededor y andrajosa, rotas por mil partes. Y si os he dicho que su capa era viejísima, imagináos el cráneo que contenía: estaba amarillento, lleno de pequeños rasguños; además, había telarañas que unían la capa y el cráneo. Y los ojos de esa anciana calavera estaban tan vacíos...
Y sin embargo, no me dió miedo, solo me infundió una tremenda tristeza callada, una soledad indescriptible, una sumisa calma de pena, así que en vez de acurrucarme en una esquina alejada del centro de la barca como hacía el resto, me senté a su lado y cogí uno de los remos, porque no tenía otra cosa que hacer, y porque Caronte me recordaba a un viejo herido.
La travesía por el Estigia fue muy monótona. La laguna no tenía ese azul tan hermoso que le otorgó Patinir, ni la guardaban las Flegias que describía Dante. Solo era un río de plata sucia sin corriente que nosotros paladeábamos levantando suaves olas. La verdad es que todo me hubiera resultado hasta bonito si no hubiese ido por aquel silencio sepulcral que inundaba todo, tan solo roto por los lamentos ahogados que emitían el resto de pasajeros. A lo lejos se podía ver la entrada a una caverna con túneles.
Cuando alcanzamos la otra orilla, la barca se detuvo con un dulce repiqueteo. Ante nosotros había otro personaje que no sabría exactamente dentro de qué especie catalogar. Se llamaba Bramante. Era antropomorfo, desde luego, resaltaban mucho sus músculos estilizados, pero su piel tenía como trozos de armadura dorada incorporada, como si tuviera un caparazón en solo unas cuantas partes del cuerpo. Además, tenía una cabeza como de urraca peluda y escamosa. Tenía unas alas retorcidas, una en el cuello, que le resbalaba sin fuerzas por toda la espalda, y otra en una pierna, que a veces se pisaba sin querer. Tenía pinta de sufrir mucho, pero era fiero, y daba bastante miedo. Su sola presencia imponía el pánico, haciendo que la espalda se te llenara de sudor frío.
Luego descubrí que su voz era aún peor que su aspecto. Fue llamando uno por uno a los integrantes de la tripulación, mostrándoles qué camino debían de seguir, en el final de qué pasillo encontrarían su castigo. Parecía regodearse con la aflicción de los condenados.
Pasó algo horrible en el momento en el que llamó al niño y este no quiso levantarse: le dió un enorme picotazo en un lado del cuerpo, arrancándole una costilla y mostrando sus órganos internos al aire. Rápidamente, las zonas alrededor del agujero empezaron a pudrirse, como una flor que se marchitara a una velocidad vertiginosa. Después, cogió al niño de un brazo y lo empujó por el túnel que debía de seguir.
Tras eso, me llamó a mí, con los ojos relucientes de expectación, como si deseara que yo me debatiera para acabar igual que el niño. Me levanté rápidamente y avancé hacia la orilla, esperando a que me señalara un túnel que recorrer, pero antes de que pudiera poner un pie en la orilla, Caronte me alzó con sus potentes manos y me situó tras él.
Con una voz sorprendentemente grave y limpia, le dijo a Bramante algo que no llegué a comprender, aunque sabía que hablaban en griego porque reconocía algunas palabras y el acento rasposo y soberbio de esta lengua clásica. Las alas de Bramante se tensaron, mientras que Caronte seguía con el ánimo templado a medida que las voces de ambos se iban alzando más y más. Empezaron a discutir, Bramante empujó hacia un lado Caronte para dejarme a la vista, y justo en el momento en que abría su dentado pico amenazándome, las zonas doradas de su cuerpo empezaron a desaparecer, y en sus estilizados músculos se abrieron tajos de sangre respllandeciente. Acobardado, huyo hacia los túneles.
Caronte, dando por finalizada la discusión, volvió a coger uno de los remos para seguir transportando almas. Me señaló a mí el otro.Y así es como comenzó mi vida en la muerte.
No era una aventura.
No era intrépido.
No era malo.
No era bueno.
Ambos pasábamos cada instante remando, tan solo quebrando esta monotonía cuando alcanzábamos una u otra orilla. Al principio, me interesé por todas las historias que me contaban los tripulantes de nuestra barca, pero pronto empecé a simplemente quedarme callada y remar. Remar. Remar. Remar. Cargar almas. Remar. Remar. Remar. Descargar almas (soportando la airada mirada de Bramante). Remar. Remar. Remar.
Un día (o una noche, quién sabe), Caronte y yo empezamos a hablar; hablando siempre en el camino de vuelta después de descargar las almas, pues ambos coincidíamos en que, aunque fuera lúgubre, las almas que fueran al Abismo necesitaban el silencio para asimilar las cosas. Y nos conocimos del todo. Y conocimos mucho más. Y entre chapoteos del agua, y levantar ondas con los remos, escuché toda la historia de Caronte, tan larga, tan pasional, tan inmensa, que pasé los siguientes viajes de una orilla a otra entre lágrimas. No os la contaré, pues no misión mía hacer eso, pero os contaré que esa historia había creado un Caronte con un extricto sentimiento del deber, y por eso siempre remaba, remaba, remaba, porque aquel era su Eterno Deber. Creo que Caronte se convirtió en mi abuelo y yo en su nieta con el paso de los años. Y nos convertimos en nieta y abuelo, y en amigos, y en amantes que no se tocaban, y en almas perdidas que se habían encontrado, y en dioses, y en moscas, y en Luna y Sol. Y aún hablábamos aunque ya lo supiéramos todo. Y aún compartíamos silencios.
Pero un día, volviendo a por más almas, nuestra barca se paró en mitad de la laguna. Por muy fuerte que remáramos, no conseguíamos avanzar. Nos mirábamos interrogantes, cuando de repente un rayo de luz inmaculada rompió el cielo, creando una brillante escalinata de luz. Por ella comenzaron a descender todos los dioses: Yahvé, Zeus, Alá, Júpiter, Tezcatlipoca...
Zeus se erigió representante de todos ellos, y con una intensa voz que parecía venir de todos lados, gritó:
-¿Se puede saber qué has hecho, Caronte? Has intervenido un castigo. -La voz nos atravesó, haciendo vibrar nuestros cuerpos. La piel se me puso de gallina; la voz parecía tan enfadada que sentía que debía ponerme de rodillas y rogar por clemencia.
Caronte se puso frente a mí, irguiéndose en su capa para protegerme:
-Solo he pedido esto. En milenios. -Su voz sonaba más segura y furiosa que nunca.
Los dioses se reunieron, juntando sus cabezas como si pudieran hablar con la mente. El ambientev estaba más oscurecido que nunca. Tras unos instantes, Zeus volvió a acercarse a nosotros, levantando poderosas olas en la laguna con su cuerpo descomunal. Volvió a levantar la voz:
-Hemos notado que existe una unión entre vosotros que no es nada endeble. -Hizo una pequeña pausa que nos erizó el vello.- Caronte. Has incumplido las normas. Has de ser castigado. Pequeña. Debías ir al infierno.
Entonces, me adelanté, con todo mi miedo, y le grité, supliqué, exigí y lloré con toda mi alma a Zeus que yo iría al Infierno, pero que no castigara a Caronte.
Pero Caronte me tapó la boca con sus huesudas manos. Miraba muy fijamente al Dios. El ambiente se quedó paralizado y todos nos tensamos esperando a lo que pasaría después.
De repente, en su rostro de estatua griega empezaron a salir grietas que me recordaron a cómo en el cuerpo de Bramante se habían abierto brechas el día que Caronte y él se enfrentaron por mí. Todo Zeus empezó a esquirlarse, y con él, el resto de los dioses. A mi alrededor notaba una fuerza inmensa de la que yo no era parte, que era inconmensurablemente enorme en comparación con lo pequeña que yo era. Yo era una hormiga delante de un enorme tornado de poderes. Las olas se agitaban con violencia, de las nubes  negras salían chispas y entre Caronte y los dioses se alzó un viento horrible, como si los fenómenos quisieran ser eco de la agresiva batalla mental que estaban teniendo. Parecía que estuvieran cayendo bombas a mi alrededor, también el estruendo era horrible, y la barca se bamboleaba impetuosamente, queriendo lanzarnos al fondo de la laguna.
De repente, rompiendo el caos, Zeus lanzó un grito ilimitado, que llevaba toda la fuerza del Dios.
-SI NO QUIERES QUE ELLA VAYA AL INFIERNO, DÉJAME LLEVAR EL INFIERNO HASTA ELLA.
Y de repente mis ojos se cerraron. Mi conciencia se apagó.


Cuando volví a abrir los ojos, todo estaba en calma. Estaba yo sola en la barca, en mitad de la laguna. Las nubes habían vuelto a su color gris habitual. Sacudí la cabeza para despertarme y, al ver que Caronte no estaba en la barca me asomé por uno de los laterales de madera para ver si había caído al fondo. Cuando vi mi reflejo, casi cai de verdad. Mi cara era una calavera. Mis ojos eran profundos agujeros. Mis ropas no eran ahora otra cosa que una capa negra nueva. Y lo peor fue que sentí el peso del Deber. Un peso que me obligaba a coger los remos y a remar hacia la orillas donde esperaban las almas. Remar. Remar. Remar.
Yo era la sucesora de Caronte. Sin Caronte.

sábado, 3 de mayo de 2014

La vida en un gemido.

La verdad es que me hubiera gustado escribir esto bastante más largo, pero hoy no me siento muy inspirada así que se va a quedar así.


Las yemas de mis manos, 
-tan suavemente violentas-
crean hoyuelos en tu piel,
que está de todo menos muerta.
No te escapes, vida mía, 


no te quieras esfumar,
que a lo mejor contra la cama
te voy a tener que atar.

Os puedo jurar que a mí siempre me habían gustado las chicas pálidas, mas, por mil y una razones, mis gustos cambiaron, y la verdad es que desde que conocí a aquella belleza de Barbados sentí que nunca podría apartar mi mirada de aquella fuerte mujer. Pero la verdad es que ahora mismo no os quiero hablar de lo mucho que quería a mi pequeña reina mora, si no de lo que me hizo aquel día que se acercó a los pies de mi cama sin rejas.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, orgullosa de sí misma y dejándome sin respiración, relamiéndose sus labios de cereza y dejando entrever sus pequeños dientes blancos. El sol se alzaba ya en el cielo y sus rayos entraban a través de las blancas cortinas, trayendo consigo la brisa salada de la playa y llenando la habitación de una calidez fresca.
La ví acercarse a los pies de mi cama sin rejas, ella andando como siempre había andado, como si fuera una diosa o una gran reina egipcia, moviendo de un lado a otro sus caderas firmes y voluptuosas. Sus labios cereza húmedos. Su piel morena como el chocolate, sabrosa. Y así como su piel era algo que yo me deseaba comer, su brillante mirada marrón era la que no dejaba de comerme a mí.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, se paró, sin dejar de mirarme, y se quitó la tenue camiseta que llevaba, lentamente, haciendo un pequeño baile con sus caderas, mostrando centímetro a centímetro su vientre plano, la línea curva, tan femenina, de su cadera ancha y su fina cintura; la parte baja, redonda, firme de sus senos; la suave aureola de sus pezones; sus pechos por entero; la hondonada de su cuello de ónix. Al fin, salió de esa camiseta, soltándola al aire, para distraerme unos instantes con su vuelo mientras ella se daba la vuelta. ¿Cómo se describe ese culazo, tíos? Yo solo sé que no había visto ninguno tan perfecto en toda mi vida, y que no podía pensar en otra cosa mientras se meneaba con bamboleantes sacudidas y se quitaba también los diminutos pantalones.
Lo gracioso de todo esto es que ella se meneaba, ella bailaba para mí y ella se desnudaba para mostrarse a mí, sí, pero seguía siendo ella la que tenía el control sobre mí, como siempre. Bajó los shorts hasta los tobillos, lentamente, porque ella era mi guía y me estaba mostrando sus larguísimas piernas, esas que medían treinta y siete besos. Se dió la vuelta y volvió a mirarme, con esos penetrantes ojos de almendra que me amaban y que amaba. Su pelo negro y ondulado caía en cascada acariciando sus pómulos y sus hombros, llegando hasta las senos, enmarcándola como si fuese una suave obra de arte.
Me sonrió con malicia, arrugando un poco la nariz, tan dulce y fieramente que el corazón se me empezó a agitar en el pecho, como cuando estás escuchando la parte favorita de tu sonata favorita, como cuando estás drogado, o en el cielo, y no te puedes creer lo inigualable que es la vida. Se inclinó sobre mí, apoyando sus manos en las sábanas blancas, gateando hasta mí, y cuando llegó a mi cara me dio un profundo beso en la boca, quizá demasiado corto, quizás demasiado raro porque mientras me besaba se estaba estirando para coger algo que tenía en la mesilla de noche. Cuando cesó el beso y levantó su cabeza, apoyándose sobre sus rodillas, vi lo que tenía en su mano: era un bote de aceite, mi talón de Aquiles.
Lo abrió, y empezó a rociar con el líquido sus turgentes senos, sosteniendo con una mano el bote mientras que con la otra lo extendía por su piel, poniendo especial empeño en que yo notara lo pellizcable y besable que era. Puso especial atención a sus pezones, endureciéndolos restregándose aceite mientras me miraba, sabiendo que yo la deseaba.
Estando de rodillas como estaba, conmigo entre sus piernas semiabiertas, se inclinó hacia atrás para que yo viera cómo el óleo resbalaba por su estómago, haciendo impermeable su increíble piel, bajando por el estómago, haciendo una carrera de gotas de aceite que bajaban de sus senos hasta la parte superior de su braguita. Volvió hacia mí y me cogió la mano, acercándola hacia ella para que apretujara uno de sus jugosos pechos, los cuales yo no podía dejar de mirar; ya sabemos dónde estaba toda mi sangre, en vez de estar en el cerebro.
Me sonrió otra vez, guiando mi mirada hacia su braguita, empapada ahora de aceite. Volvió a rociarse con un poco más de aceite, que corría entre sus piernas semiabiertas, y dejó el bote otra vez en la mesilla. Con una de sus manos empezó a extender el aceite de forma muy sugerente manchando aún más su ropa interior. La vi rozarse, soltando pequeños gemiditos, con los brillantes pecho bamboleantes, y quise acercarme a ella.






Uno siempre se ahoga con todo lo que no dice.

Bueeenas, hace bastante que no subo nada al blog, pero ha sido una mezcla tonta de bachillerato y de no tener ordenador, seguramente no volverá a suceder :3 En fin, aquí va otro pequeño relato, inspirado en la película ''La hora del suicida'', aunque en realidad no tiene mucho que ver, pero bueno, da igual. De hecho, creo que hoy subiré un par de cosillas más, ahora que he conseguido ordenador por un ratejo :D

''¿Sobreviviremos a la última linea?  ¿Resistiremos el resto del tiempo? 
¿Podré yo resistir a todo esto?
Leo estas antiguas líneas, líneas que yo misma escribí hace meses, y ahora veo que soy realmente incapaz de contener este dolor. Comprendo que yo sola no podré sostener el ancla de mis temores, y cuando la suelte y se hunda, yo iré tras ella. Yo iré con ella. 
Y es que si tan solo pudiera salir de este pequeño infierno, si tan solo pudiera tenderme a mí misma una escalera para no tener que molestar al resto, si supiera cómo superar mis abandonos, lo haría, lo haría, juro por Dios que daría lo que fuera por dejar de escuchar todo lo que escucho, la mitad que me consume de todo lo que siento. Pero la escalera que me tiendo cede y se derrumba en una cascada de lágrimas cuando sé que realmente nadie me va a esperar a la salida de mi Infierno. Que a lo mejor me merezco estar en este Infierno.''
Tras esto, había un par de líneas más, pero las lágrimas y la inestabilidad de la escritura me impedían comprenderlo, también estaba un poco arrugado. De todas formas no hacía falta nada más. Sostenía en mi mano uno de los muchos textos que había encontrado en el cajón del escritorio plagado de cosas del dormitorio de la que antes era mi amiga, antes, por supuesto, de que ella dejara de ser amiga mía y dejara de ser amiga de todos. Antes de que ella se suicidara.
Leía este texto desde mi incomprensión, después de todo, ¿qué se debería de sentir después de que alguien a quien adoras se muera a posta? Yo solo sabía que ese remolino de sentimientos tan discordante e intenso me envolvía. Ira. Una tremenda furia porque ella no hubiese tenido la puta decencia de compartir el peso de ''su ancla'' conmigo. Porque no me dejara haber ido con mis chistes malos a apagar su Infierno. Vacuidad, porque me había dejado sola. Sola. Sola. Sin ella... Ante mí se extendía un calendario lleno de pesadillas, de preguntarme a mí misma si yo no había sido suficiente para ella.
Cuando todos estos pensamientos comenzaron, me senté en la cama y las lágrimas acudieron a mis ojos, pero no las solté porque yo no era como ella, yo era una superviviente. Y aún así, me ardía el pecho de la maldita amargura que estaba sintiendo. Me tapé la cara con las manos y me dejé caer durante un rato, intentando no hacer ruido, a la espera de no atraer hacia la habitación a la madre con aspecto de muerta que me había dejado entrar al cuarto de mi anterior amiga. 
Creo que sobre todo, lo que sentía, antes que la furia, antes que la tristeza... Lo que sentía era que todo estaba apagado. Todo parecía tan lejano, tan vacío, como si todo a mi alrededor estuviera muerto. Tan carente de vida como ella, mi querida de la letra estirada, mi chica que tenía sonrisas por todo y para todos, mi pequeña terremoto. Pero Dios bendito, ¿cómo iba a encontrar yo a alguien que me entendiera tan bien como ella?
Vi que debajo de su almohada asomaba algo, el piquito de una foto. No os voy a mentir: dudé antes de cogerla, suponiendo terriblemente qué habría en ella.
Evidentemente, éramos nosotras. Sofoqué un sollozo con la mano, y esta vez sí que no pude evitar que se me escaparan los lagrimones entre irrefrenables sacudidas, haciendo ruido al llorar. Esta foto era de hacía tan solo unas semanas antes. Semanas. En la foto salíamos ella y yo en nuestro bar, el día en el que iba a ser la primera cita con el chico con el que yo ahora estaba saliendo. Ella me había acompañado porque, desde luego, antes de que yo saliera con nadie, ella tenía que darme su consentimiento, a mí y a él. 
Ahora todo eso parecía muy remoto. 
Escudriñé la foto para ver qué había más allá de su rostro. ¿Estaría escondida en esa mirada cansada lo incontrolable, inconsolable y desesperado que había en su alma? ¿Estarían pintadas en esas ojeras su sufrimiento más allá de los cafés de más y horas de estudio de menos? ¿Cómo no pude yo ver el aullido de auxilio antes?
Me cago en la puta.