miércoles, 5 de febrero de 2014

El petrífice.

Y hoy toca otro cuentecillo, porque sí, porque yo soy muy de fantasía y porque el viernes pasado mantuve conversaciones muy interesantes con amigos y necesitaba plasmar en algún lugar esas idea, aunque no tengo mucho tiempo para escribir y seguramente lo intente mejorar otro día.

Érase una vez un hombre que caminaba por un desierto de arenas tostadas. Sus andares eran tiesos, sus músculos estaban contraídos sobre sí mismos y su cara mostraba un ictus tan seco como las dunas que le rodeaban. Su figura rectilínea se recortaba durante el día mientras avanzaba de un lado al otro del horizonte; avanzando con unos pasos rígidos que le guiaban siempre hacia delante. Caminaba surcando a trompicones un camino de piedras a medio trazar, un camino que posiblemente no tuviera destino, pero que él sentía como si se le hubiese sido asignado, por lo que lo recorría día tras día sin descanso.
        Un día, por azares del destino, un piedra invisible a sus ojos le hizo tropezarse y caer pesadamente hacia delante; con suerte pudo mover sus brazos agarrotados para protegerse del duro suelo, pero no pudo evitar que los ojos se le llenaran de polvo. Se levantó y se los frotó rabiosamente, con los movimientos quizá un poco más ligeros que antes y, de repente, vio junto a sus pies un diminuto reloj de arena que antes no estaba ahí. Se miró a sí mismo por primera vez en mucho tiempo y descubrió un pequeño compartimento en su pecho, a la altura del corazón, donde el relojito cabía perfectamente.
        Se preguntó qué podía hacer un reloj de arena en medio de su cuerpo, pero no lo hizo con miedo, pues de repente se sintió más próximo a la tierra que le había visto crecer. Su mente se llenó de dudas sobre si el relojito marcaría el fin de sus días y, si era así, quiso saber si podía darle la vuelta y volver a empezar, o llegar a su juventud, o convertirse en inmortal. ¿Seguiría siendo el mismo entonces? ¿O no, porque los granitos de arena no volverían a caer en el mismo orden?
        Intentó buscar la respuesta a su alrededor, ya con los miembros ligeros, y por primera vez advirtió el camino que había recorrido durante toda su vida. ¡Había pasado cerquísima de un montón de oasis y había pasado de largo simplemente porque eso hubiera supuesto un poquito más de esfuerzo! ¿Cómo podía haber pensado así todo aquel tiempo? ¿Cómo había podido vivir con los sentidos embotados? Decidió en aquel momento, que por muy fuerte que fuera el calor del sol o por muy dura que estuviera la arena al clavársele en la cara, nunca más se encogería sobre sí mismo.

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