martes, 18 de febrero de 2014

Descargando frustraciones.

Tras los grandes regímenes, las leyes son siempre más blandas, por eso en Argentina tras la Revolución del Parque en los 90 se concedieron una serie de indultos, de tal manera que muchos torturadores quedaron libres gracias a la amnistía ofrecida. Ante esto, España actuó, extraditando y sometiendo a justicia a todos estos criminales. Un aplauso para esa España que creía en aquello que debe hacerse por derecho y equidad.
       Sin embargo ahora, ¿qué? Nos apartamos de la justicia internacional por miedo a represalias monetarias. Que sí, que es cierto que estamos en una situación precaria y es posible que lo mejor para tener contentos al resto de países sea agachar la cabeza y comer mierda hasta que las cosas se estabilicen (cosa que también veo una gilipollez, si no, mirad a mi amada Islandia y a lo que la han llevado sus ''locas decisiones''). ¿Acaso en Kingsbridge cesaron de luchar contra el malvado William Hamleigh tan solo por temor a la muerte? ¿No es mejor cambiar las cosas, por mucho sacrificio que suponga, a esperar a que se solucionen por sí solas? Joder, ya que somos pobres, ¡al menos seamos humanos! Ya que somos pobres, ¡demos la ocasión de que nuestros hijos no lo sean!
       ¿Es que estamos locos? Ya no solo hablo de España, que es la que me ha enfadado de primeras al salir en las noticias, es que el mundo está entero loco. Loco por el dinero y por esa absurda sensación de protección que da a los países, por esa ''protección'' a base de armas que sirven proteger a su amado pueblo, el cual ni siquiera puede comer a veces. ¿No sería más lógico cambiar la situación a nivel planetario y después dedicar el dinero de esas armas que ya no se usarían en educación?
        Me consume la rabia tan solo de pensar en la cantidad ingente de personas que están sufriendo, de saber que todos son conscientes de este hecho y que ningún país se digna a responder ante esta situación tan solo por una estúpida cosa: la ideología. ¿Por qué un ser humano es más digno de vivir que otro solo porque haya nacido en según qué sitio? ¿Por qué hay gente siendo condenada solo por mala suerte? ¿Desde cuándo a los humanos les importa más encomendarse a una idea que, simplemente, vivir?
        Y es que tenemos muchos ejemplos claros y muy actuales: Siria, Corea del Norte... En el régimen nazi, todos los países pusieron de excusa que no se sabía de la real existencia de los campos de concentración y por eso no se actuó. Ahora sabemos que en este mismo momento hay campos de concentración brutales en funcionamiento. ¿Cuál es la excusa para dejar masacrar a tantos humanos?
        Todo esto es muy complicado, la solución parece inalcanzable, y sin embargo, es asquerosamente necesaria.

lunes, 17 de febrero de 2014

Los títulos no son lo mío.

Pues eso, que hoy me aburría, no tenía ganas de estudiar, ni tenía nada que decir, pero me apetecía escribir algo, así que ahí va otro cuentecillo improvisado. I hope ya all enjoy it madarfacars or my orange juice will rape your mothers.

Érase una vez un vampiro que estaba harto de comer sangre baja en grasa.
Su tez blanquecina estaba más blanquecina que de costumbre.
Blanquecínamente ridícula. O ridículamente blanquecina.
Estaba más blanco que la luna reflejada en los ojos de sus víctimas cuando salía a cazar.

Sus delgadas extremidades, estaban inmensamente más delgadas que de costumbre.
Diminutamente delgadas. Delgadísimamente diminutas.
Estaba tan delgado, que todo él era una pequeñez, y ya las víctimas no le tomaban en serio.

Su cuerpo sin fuerzas, ya no le podía sostener como de costumbre.
Extravagantemente encorvado. Encorvadísimamente extravagante.
Estaba más encorvado que el cuello de aquel cisne, mascota de una de sus víctimas.

El vampiro estaba harto de comer sangre baja en grasa.. Estaba empezando a odiar que a la gente que solo se alimentaba de transparentes finas lonchas de pavo a la espera de ser tan magros como esa fina loncha de pavo.
Así que se mudó a Norteamérica.

domingo, 16 de febrero de 2014

Stuff.

Mi corazón alborotado
-como su pelo-
grita, el atontado,
que te quiere a su lado.

Es de suponer,
que tiempo ha
le tocó aprender,
pero parece que ha olvidado.

Y otra vez, y otra, y otra
suena una canción,
que acelera sus latidos.

Un verano cualquiera...

Oki, esta vez toca un cuento, un poquito más largo, basado en un sueño que tuve el otro día. Espero añadirle la máxima verosimilitud posible. Espero que os guste y no os riáis de mi subconsciente, ahí va :D

Después de todo un año estudiando como una condenada para que mi padre me lo permitiera, al fin estaba guardando mis pertenencias en el maletero del coche de mi mejor amigo. Seguramente, para Pablo, Joseta, la pequeña Cris y para mí este iba a ser el verano de nuestras vidas. Ellos eran ese tipo de amigo que todo el mundo debería tener, con el que de una manera u otra te lo vas a pasar bien, sin drogas y sin dinero (aunque eso no implica que no nos metiéramos en líos de vez en cuando) y que siempre van a tener ese cariño y esa confianza especial aunque haya pasado un montón de tiempo desde la última vez que los viste. Este verano iba a ser fantástico porque los cuatro nos íbamos a ir a pasar las vacaciones solos a una casa de la playa que nos había prestado un tío mío.
        El viaje fue genial, todo el rato haciendo bromas, riéndonos y soñando con todo lo que íbamos a hacer en cuanto pisáramos el mar. Cuando al fin llegamos a la casa descubrimos que más bien era una mansión; tenía dos pisos muy lujosos, un jardín y una maravillosa piscina olímpica con vistas tropicales. Como es normal, todos nos peleamos por las dos habitaciones con cama de matrimonio, aunque, si os digo la verdad, al final solo las utilizaríamos para guardar la ropa, pues acabamos durmiendo todos los días en la terraza viendo las lluvias de estrellas, deseando que este viaje pudiera repetirse todos los años, juntos, a lo largo de nuestras vidas. Realmente nos hacíamos sentir muy especiales entre nosotros. Era mágico.
       A la mañana siguiente de la primera noche fuimos a investigar los alrededores. Estábamos en una especie de mini barrio muy cutre y pobre donde nuestra casa destacaba de forma ultrajante. Me recordaba a los tópicos que solemos tener sobre México, con gente morenita andando con ropas viejas por el desierto alimentándose de la comida de sus huertos. Tuvimos que ir a la ciudad, que estaba a unos 25 kilómetros, para poder comprar el desayuno, con Joseta quejándose todo el rato porque todo estaba muy lejos y a la vez siendo feliz porque aquí toda la gente tenía barba.
       Al volver a casa, propusimos crear una nueva comida, osea, ir mezclando ingredientes al azar hasta que quede algo digno de Ferran Adrià, pero Cris se opuso a tope porque decía que no quería morir de inanición. Así que se puso a cocinar pasta, armada con una cuchara de palo con la que azotarnos si nos veía intentando echar roquefort, maíz o pringles a la salsa. Pese a sus esfuerzos, Pablo, Joseta y yo, empezamos a idear una estratagema con la que llevar a cabo nuestro propósito de inventar una nueva comida. Cuando íbamos a llevarla a la práctica, sonó el timbre y en la puerta de nuestra casa apareció una modelo en bikini, que decía ser nuestra vecina de conocer a mi tío de toda la vida, y preguntándonos que si se podía bañar en la piscina. Junto a ella, una mujer mayor, de piel muy morena, una enorme mancha con forma de estrella borrosa encima del ojo que le ocupaba media cara, rasgos indígenas y que montaba en silla de ruedas, nos miraba como si pudiera leer nuestros pensamientos como si fuéramos libros abiertos. Su mirada sin color nos atravesaba y puedo aseguraros que ni uno de nosotros pudo evitar el escalofrío y la sensación de pequeñez que nos sobrecogió.
        Por suerte tenía el móvil encima, llamé a mi tío para que me asegurara que no estaba metiendo a unas desconocidas en su casa y él me dijo que mientras no nos molestara tenerlas por allí, no harían nada malo y podríamos dejarlas pasar.
Y de este modo, cambió nuestra vida sin que nos diéramos cuenta. No sé qué pasó, qué clase de actuación tenía su presencia sobre nosotros, que nos llenaba de tensión, que nos daba pánico estar a solas, pero el caso es que éramos más felices en los momentos en los que se marchaban.
       Un día, tuve que ir sola al pueblo, dejando a mis queridos amigos con aquellas dos mujeres en casa. Compré papel higiénico, pedí y me comí un croissant y de repente empezó a sonarme el móvil. Era mi tío, así que descolgué:
-¡Hola! ¿Qué tal?-sonreí.
-Bien, bien, como siempre, vosotros, ¿todo bien?-su voz sonaba algo preocupada, si os digo la verdad.
-Sin lugar a dudas, ¡este sitio es genial! No sé cómo no vives aquí todo el año... ¿Llamabas solo para eso?
-Hummm... Bueno, a decir verdad no es ese el motivo de mi llamada, verás, es que el otro día me preguntaste por dos mujeres y, bueno, es cierto que han vivido siempre allí, pero el otro día cuando estaba comiendo con tu tía surgió el tema y me dijo que se ve que hacía un par de años habían muerto en el caso aquel tan sonado, el del aquelarre, ¿lo recuerdas? Salió mucho en las noticias... Y quería saber si estabas segura de que eran esas dos, o si podía haber sido una confusión de personas o algo así...
-Espera, ¿el caso del aquelarre...? ¿Te refieres a aquellos de la secta satánica esta que pillaron? ¿No eran un montón de niñatos? Estas dos mujeres no parecen haberse mezclado con nada de eso.
-No, al parecer eran grupo bastante grande de ancianas que se tatuaron el pentáculo encima del ojo. Ese era su símb...
         El teléfono se colgó de repente, justo en el momento en el que se apareció en mi mente el rostro de la anciana que estaba ahora mismo en casa con mis amigos. Aquel rostro oscuro con una mancha. Mi sangre se congeló durante un segundo. Fui corriendo al aparcamiento a por el coche y entré dentro, pensando todo el rato en cosas positivas mientras emprendía el camino de regreso a casa. Cosas como que podía ser simplemente una equivocación. Que aquellas mujeres no necesitaban ni querían la sangre de mis amigos. Riéndome entre dientes, muy nerviosa, pensando en que la que menos necesitarían sería la de ellos porque eran los menos vírgenes de este planeta.
       Y sin embargo, no se deshacía el nudo que me apretaba el estómago.
Cuando llegué al camino de casa, tuve que bajar del coche con el corazón encogido. Parecía que hubiera habido una especie de explosión de agua en la urbanización: las calles se resquebrajaban desde unas alcantarillas a otras, había que ir saltando de unos trozos de tierra a otros si no querías hundirte. Y el mundo se hizo muy oscuro de repente. Las nubes negras se abalanzaban sobre mí, oprimiéndome, un fuerte viento se levantó a mi alrededor y en el ambiente parecía resonar una risa maligna que erizaba los pelos de la nuca. Penosamente, con los nervios a flor de piel, llegué hasta donde debería estar nuestra casa, nuestra enorme mansión.
         Si bien antes resaltaba por su riqueza, ahora relucía por su ausencia. Donde debiera estar, solo había un enorme agujero negro, demasiado negro. Parecía que su oscuridad se entremezclaba con el cielo; el viento me empujaba hacia él, y tuve miedo, mucho miedo. Las sombras jugaban con mis pies, agarrándose al borde de mis pantalones y mordiéndome con dientes afilados que de repente se convertían en garras y al segundo volvían a convertirse en otra cosa terrorífica distinta. Mi corazón latía más rápido que nunca, sabiendo que en cuanto bajara a buscar a mis amigos, no podría ver nada. No sabría qué me atacaría, ni desde dónde lo haría. En cuanto bajara, podría estar muerta de cualquier forma posible. Las sombras jugarían conmigo, porque a las sombras les gusta jugar con sus víctimas hasta que lloran de desesperación.
         Yo estaba indefensa ante aquel precipicio, pero mis amigos estaban abajo, así que salté.

viernes, 7 de febrero de 2014

Soneto esclavo

A ver yo soy una patata de poeta, osea, una poetata, y mis rimas no son buenas aunque intente mirar métrica por internet, pero me apetecía escribir algo así y es mi blog y escribo todas las patateces que me da la gana para mis patatitos taniócratas a los que les dé igual cuán patato sea.

 Un atardecer de sangre, rojo,
 alguien sin querer ha formado.
 Por mala pata, un asesinato le han acusado
 y le ha convertido en un despojo.

 La esperanza le ha abandonado:
 ya ve el cadalso y se cree terminal
 y por las noches aúlla como un animal,
 el cual odia estar encerrado.

 Pero un día, se abre el cerrojo:
 le han pagado la fianza y se puede ir...
 Pero resulta que ya estaba ido.

 Cuando ya nadie le quiere ver morir,
 ni nadie le quiere perdido,
 su corazón se torna en negro, antaño rojo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

El petrífice.

Y hoy toca otro cuentecillo, porque sí, porque yo soy muy de fantasía y porque el viernes pasado mantuve conversaciones muy interesantes con amigos y necesitaba plasmar en algún lugar esas idea, aunque no tengo mucho tiempo para escribir y seguramente lo intente mejorar otro día.

Érase una vez un hombre que caminaba por un desierto de arenas tostadas. Sus andares eran tiesos, sus músculos estaban contraídos sobre sí mismos y su cara mostraba un ictus tan seco como las dunas que le rodeaban. Su figura rectilínea se recortaba durante el día mientras avanzaba de un lado al otro del horizonte; avanzando con unos pasos rígidos que le guiaban siempre hacia delante. Caminaba surcando a trompicones un camino de piedras a medio trazar, un camino que posiblemente no tuviera destino, pero que él sentía como si se le hubiese sido asignado, por lo que lo recorría día tras día sin descanso.
        Un día, por azares del destino, un piedra invisible a sus ojos le hizo tropezarse y caer pesadamente hacia delante; con suerte pudo mover sus brazos agarrotados para protegerse del duro suelo, pero no pudo evitar que los ojos se le llenaran de polvo. Se levantó y se los frotó rabiosamente, con los movimientos quizá un poco más ligeros que antes y, de repente, vio junto a sus pies un diminuto reloj de arena que antes no estaba ahí. Se miró a sí mismo por primera vez en mucho tiempo y descubrió un pequeño compartimento en su pecho, a la altura del corazón, donde el relojito cabía perfectamente.
        Se preguntó qué podía hacer un reloj de arena en medio de su cuerpo, pero no lo hizo con miedo, pues de repente se sintió más próximo a la tierra que le había visto crecer. Su mente se llenó de dudas sobre si el relojito marcaría el fin de sus días y, si era así, quiso saber si podía darle la vuelta y volver a empezar, o llegar a su juventud, o convertirse en inmortal. ¿Seguiría siendo el mismo entonces? ¿O no, porque los granitos de arena no volverían a caer en el mismo orden?
        Intentó buscar la respuesta a su alrededor, ya con los miembros ligeros, y por primera vez advirtió el camino que había recorrido durante toda su vida. ¡Había pasado cerquísima de un montón de oasis y había pasado de largo simplemente porque eso hubiera supuesto un poquito más de esfuerzo! ¿Cómo podía haber pensado así todo aquel tiempo? ¿Cómo había podido vivir con los sentidos embotados? Decidió en aquel momento, que por muy fuerte que fuera el calor del sol o por muy dura que estuviera la arena al clavársele en la cara, nunca más se encogería sobre sí mismo.

Sensaciones.

Las lágrimas de las nubes corrían por la ventana, mostrando a esquirlas un cielo frío y nublado, opresivo; pero a nosotros no nos importaba porque estábamos calentitos dentro de la habitación, rodando entre las sábanas, mirándonos a los ojos y sintiendo que nuestras almas quizás estaban incluso más juntas que nuestros cuerpos, y eso que estábamos abrazados.
        Me miraba con unos ojos metálicos, y me quedé contemplándole un rato, porque hacía mucho que no me sentía tan feliz o tan unida a alguien. Me despertó de mi embobamiento con un guiño de ojos y una sonrisa, y de repente me besó. Después de una tarde de risas, me besó, y yo sentí como que podía volar, como si siempre hubiese tenido alas pero nunca me hubiera dado cuenta; y me arrimé más hacia él, con mi cuerpo flotando en una nube. Hizo el beso más profundo, más delicado, me abrazó de la cintura, y de repente me dio un bocadito en el labio inferior, recorriendo así mi cuerpo con un escalofrío electrizante, y mi espalda se arqueó.
        La verdad es que eso me dio vergüenza, mi reacción, el que fuera tan fácil conseguirme suspiros. Me sonrosé porque me hacía sentir como una cría que no ha probado muchas cosas en su vida; y  me gustó sonrosarme, porque hacía tiempo que el resto de la gente solo sabía hacerme sentir vieja. Y al sonrosarse mis mejillas, se rió, con una risa cristalina, con una risa de pura masculinidad autorrealizándose, y empezó a darme pequeños besos por toda la cara, acabando con sus labios en mi oreja, mientras mis rodillas se convertía en gelatina. Se puso sobre mí y me miró con ojos traviesos, jugando con mi pelo y sonriendo a la espera de mi reacción.
       Derretida, le pedí que me diera un beso, pero como no lo hizo, intenté levantarme para robárselo, pero me sujetó de las muñecas. Le dejé que me besara durante un rato, pensando que era increíble que alguien jugara así conmigo, cuando yo sé que estas cosas solo pasan en los libros. Y descubrí que yo no quería ser menos, así que en cuanto pude, me escapé de debajo suya y busqué mi camiseta. ''¿Qué ha pasado? ¿Es que ya te vas?'', me miró entre triste y contrariado. Pero yo no me puse la camiseta, si no que le dí un beso y le dije que cerrara los ojos, para ponérsela como venda. Me resultó muy excitante, si me permitís la expresión, el ver a alguien tan orgulloso y dulce ''bajo mi poder'', expectante de mis besos, de mis caricias, de lo que yo hiciera a continuación. Y no le hice esperar.

Y tras horas de juegos entre ambos, hicimos el amor. Varias veces. Y aquella noche, dormí allí.
Todos adoramos sentirnos queridos. A todos nos gustan que nos besen en el cuello mientras nos dicen cosas bonitas. Que nos besen y nos susurren, haciéndonos cosquillitas en el cuello con la nariz, lo bien que olemos. Que nos besen y nos acaricien el pelo mientras nos dicen lo bonito que lo tenemos. Que nos vuelvan a besar y nos digan lo suaves que somos mientras nos acarician la espalda. Que nos besen, esta vez en los labios, y podamos ver cómo sus pupilas se dilatan, sus ojos sonriendo. A todos nos gusta que nos encierren en una jaula de brazos protectores cuando vamos a ir a dormir, y que nos toquen suavemente el pelo para ayudarnos a conciliar el sueño. Y que nos despierten con mordisquitos en el cuello. Todos queremos escuchar un ''Te quiero'' que nos cobije.