domingo, 2 de marzo de 2014

La calma.

Vale, esto es un cuento super raro, pero es que tenía ganas de escribir, y no de pensar o estudiar. Ahí lo lleváis, patatitos taniócratas, buen día :)


Una vez, los pequeños de los Harret entraron en el bosque en un día brumoso. Todo el mundo en la aldea sentía temor ante el bosque, pero también todo el mundo sentía temor ante los Harret.
La aldea estaba rodeada por montañas y un bosque oscuro, así que estaban desconectados en cierta manera del resto del planeta, aunque eso no les importase mucho. Los aldeanos siempre habían formado una gran familia conservadora que se conocía de toda la vida; por eso los Harret seguían siendo Los Extraños aunque hubiesen llegado hacía ya ocho primaveras. Todo el mundo recordaba aquel acontecimiento: se presentaron el primer día de primavera, compraron una pequeña parcela y se construyeron una casa con madera del bosque. Nadie les ayudó, pero ellos tampoco intentaron entablar relaciones con nadie. Eran rubios. Muy rubios y de ojos muy azules, y tan altos ambos que parecían gigantes en comparación con el resto de los campesino. El pillo Jackson utilizó mucho su altura para hacer gracias. Se llamaban Vogellied y Glanz. A la vieja Becca le parecieron nombres ridículos y difíciles de pronunciar.
        En todo caso, nueve meses más tarde, un día tímido, con  un sol que asomaba entre la niebla, nacieron los dos gemelos, niño y niña, de los Harret. Lloraron alto, y abrieron los ojos en su primer día, lo que al resto del pueblo le pareció un mal augurio. El caso es que crecieron yendo a lugares del bosque donde nadie más iba, volviendo siempre con flores tan brillantes como esos ojos verde pino que tenían. Me gustaría describir su voz, pero la verdad es que solo hablaban cuando no había nadie delante. Pero siempre andaban riendo. Eran extraños.
          A nadie le sorprendió, por todo esto, que los niños entraran aquel día en el bosque, pero lo que si les sorprendió fue que no volvieran al atardecer, y que, al caer la noche, Vogellied y Glanz salieran a buscarles cargados con candiles, rompiendo la noche con el sonido de sus nombres: Lächeln y Ungust. Día tras día salieron a buscarlos al bosque, con la cara más congestionada cada día que pasaba. Cuando pasó un mes, perdieron la esperanza y celebraron un pequeño funeral, una noche oscura llena de velas, vaho frío y sollozos.
Vogellied tardó un mes más en morir de pena. 
Glanz se convirtió en un viejo de repente y empezó a ir a la taberna para quedarse en un rincón a escuchar lo que las gentes decía, quizás para olvidar así el curso negro de sus pensamientos. 
El pueblo se convirtió en un lugar tenso, donde los fantasmas susurraban en tu oreja.
         Y de repente, pasados ya cuatro otoños, cuando ya nadie les esperaba, volvieron del bosque. Y los niños de ojos verde pino ya no reían más. Todo el mundo se preguntó qué habrían visto, qué narices les había tenido que pasar a esos extraños gemelos para que hubiesen desaparecido en el bosque tanto tiempo y hubieran sobrevivido. Pero ellos no saciaron la curiosidad de nadie, simplemente fueron a casa, para descubrir, en la parte de atrás, la losa que cubría a su madre. Entraron en la casita de madera bajo la atenta mirada de todos los aldeanos, sin devolver a nadie la mirada. En cuanto empezó a salir humo por la chimenea, todos se dispersaron. Sam, el panadero, y William el del yunque fueron a la posada, asegurándose el uno al otro que aquellos niños estaban locos. Al entrar  en la taberna, se dieron cuenta enseguida de que el ambiente estaba agitado, aunque todos estaban sumidos en sus pensamientos, nadie hablaba entre sí. Era raro que nadie hablara entre sí cuando había noticias tan frescas que comentar. La causa era que Glanz seguía perenne en su esquina de la taberna; aún nadie le había contado que sus hijos estaban en su casa, aunque no le considerasen ya un Extraño después de tanto tiempo allí.
          Sam se acercó a él y le apretó un poco el brazo con la mano, zarandeándolo y mirándole a los ojos:
-Vuelve a tu hogar. -Le dijo, y os juro que él entendió con esa sola frase y esa mirada que ya no iba a estar más veces solo en aquella casa donde le pesaban los recuerdos.
Se levantó de un salto y empezó a correr, y nadie le detuvo aunque hoy no hubiera pagado sus cervezas, pues nadie hubiera podido detener a ese hombre triste. Glanz corrió por entre las casas, quejándose entre dientes de que su casa estuviera tan cerca del bosque y tan lejos de la aldea, del frío que hacía y de que sus malditas piernas no supieran correr más rápido, atenazadas como estaban de no hacer nada nunca. Su corazón se hinchó cuando vio la primera voluta de humo salir de su chimenea, y sus pasos fueron más ligeros atravesando el pequeño prado que les separaba de sus hijos.
Dudo durante un segundo, y abrió la puerta.
Frente a él se encontraban su hija y su hijo sentados cada uno en una silla al calor de la lumbre, con ropas hechas de cuero y el pelo rubio alborotado, que le miraban con los ojos muy abiertos, entre temerosos y anhelantes, sin saber exactamente cómo comportarse. Él mismo, sin saber si ese era el día más magnífico de su vida o el peor, sin saber si estar enfadado, rabioso, exuberante o feliz, abrazó a los dos con una fuerza que contenía todas las emociones que había estado conteniendo desde el día en el que desaparecieron: la muerte de su mujer, la añoranza que había sentido por todas las veces que los gemelos le traían plumas y flores del bosque cuando eran pequeños, las miradas de conmiseración del resto de aldeanos... Ahora abrazaba a unas pequeñas personas pálidas de doce años que se parecían a una imagen distorsionada y mayor de sus hijos. Lächeln empezaba a tener formas, el pelo muy largo, y cuando su padre la soltó, volvía a sonreír con sus gruesos labios de color manzana, y sus ojos brillaban con la fuerza de los bosques en los que se había perdido. Ungust era un pequeño y musculoso hombrecito, su pelo se oscurecía en rizos caóticos de trigo tostado, en sus pómulos asomaba la primera pelusilla de lo que algún día sería una gran barba, cuando Glanz le soltó de su abrazo, sus ojos estaban empañados, así que su hermana le rozó con cariño la mano como consuelo. Vio que ambos eran fuertes.
               No empezaron a hablar en alemán como siempre habían hecho su madre y su padre. No se dirigieron entre ellos palabras de amor, perdón o consternación. El padre empezó a cocinar y los gemelos limpiaron el polvo de los platos y los cubiertos de madera. La niña sonrió ante la muesca que tenía el tenedor que estaba limpiando, recordando que se había hecho cuando intentaron dar de comer a un gato montés de los alrededores y cómo les había regañado su madre cuando lo hicieron. Se lo enseñó a su hermano y a su padre, y de repente todos se sintieron en el hogar de nuevo.
               Se sentaron en los taburetes y los niños empezaron a hablar con palabras temerosas, lentamente, utilizando muchos gestos y trastabillando con el lenguaje, como si llevaran mucho tiempo sin hablar con nadie. Cuando comenzaron a contar lo que había pasado en el bosque, pareció como si el mundo se hubiera oscurecido de repente.
Como cualquier otro día, contaron, ellos se hallaban paseando por el bosque, cuando vieron un gran pájaro azul con una cola enorme. En seguida pensaron que esas plumas tenían el mismo color que el tono de los ojos de su madre, y que sería perfecto poder quitarle unas cuantas para poder hacerle una diadema, así que empezaron a perseguirlo. Le persiguieron durante mucho rato, mientras el bosque se hacía más estrecho, pegajoso, oscuro y amenazador. Para evadirlos, el gran pájaro azul se escondió entre un montón de helechos punzantes. ''Y había tantos helechos de aquellos, papá, un gran mar de agujas secas. Y la niebla. A partir de aquel día, ya supimos qué imagen ponerle al infierno del que nos hablaba mamá. Dios mío, si con solo mirar esos pinchos ya dolían.'' Pero no podían dejar de perseguirlo, así que decidieron volver a casa y coger el hacha, o un abrigo más grande con el que no notar los pinchazos. Pero antes de que pudieran dar la vuelta, pasó algo. Los helechos empezaron a arder con un fuego azul. Pero al contrario que con el fuego normal, cada vez hacía más frío. ''Todavía recuerdo cómo a Lächeln se le congelaron las pestañas'', dijo Ungust estremeciéndose. Los helechos ardían donde debía estar el pájaro, pero lo peor fue cuando dejaron de arder. Fue de repente. La llama se apagó. Los gemelos tenían miedo, y frío, pero no podían ver la mancha quemada del suelo desde donde estaban, así que, con la sangre paralizada y los dedos entumecidos, abrieron poco a poco un camino hacia el centro de los matorrales. A medida que se acercaban, veían cómo el zarzal se iba recubriendo de escarcha.
Al principio no se creyeron lo que veían. Incluso se les escapó un grito de la impresión. Las enormes plumas azules del pájaro se habían dispuesto en un círculo enorme, y en el centro de ese círculo había un enorme cubo de hielo con algo dentro. Los gemelos se acercaron poco a poco, intentando apreciar las formas de cualquiera que fuera esa cosa, sustituyendo su miedo con la curiosidad que tiene cualquier niño de ocho años. El pequeño le dio un par de vueltas al gran cubo mientras se chupaba la sangre de un par de heridas que se había hecho con los pinchos. La pequeña arrimó nariz, sonrosada por el frío, al hielo, casi hasta quedarse bizca con tal de descubrir qué había en el interior. Sin querer, rozó el hielo con a nariz, y en el instante en el que lo hizo, el hielo se derritió como una cascada, empapando a ambos niños de arriba abajo. Mientras el agua caía, un gran hombre de barba esponjosa y blanca, nariz y sombrero picudos y túnica plateada se levantó tosiendo. Curiosamente, lo que más sorprendió a los niños fue que aquel hombre fuera incluso más grande e impotente que su padre.
-Dobro juto, mali.-Aquel viejo profirió una sonrisa de oreja a oreja durante unos segundos, hasta que vio en los ojos de los niños que no le habían entendido ni una palabra.
Volvió a probar:
-God morgon, små!-Ahora tampoco le entendían del todo, pero a los niños le sonaban un poco las palabras, de forma que al menos ya sabían que no les estaba echando ningún conjuro, pero seguía sin poder comunicarse con ellos así que lo intentó una vez más:
-¡Buenos días, pequeños!-Esta vez los niños si que le devolvieron una pequeña sonrisa de vuelta, algo dudosos, aunque no se atrevían a hablar.-Yo soy el gran mago Emgom, seguro que habéis oído hablar de mí, ¿quiénes sois vosotros?
-Es imposible que usted sea el mago Emgom. -Lächeln torció su sonrisa con un mohín- Todo el mundo conoce la historia del mago Emgom. Fue hace cientos de años cuando oscureció el sol. -Se cruzó de brazos y añadió,- Usted no tiene la barba tan larga como para tener tantos años.
En aquel momento, el mago que había parecido simpático se tornó en amenazador, sacó una cinta perlada de su túnica y ató las manos de los niños con un movimiento de mano, inmensamente cabreado, como cualquier mago hubiera estado en su lugar si una niña hubiera despreciado la longitud de su vello facial.
            Los niños contaron a su padre cómo el mago les había dicho entonces que cerraran los ojos y le habían escuchado chasquear los dedos. Cuando volvieron a abrirlos, se encontraban frente al puente levadizo que les permitiría atravesar el foso hasta una pequeña ciudadela fortificada.En el centro de la ciudad se recortaba contra el cielo una enorme torre con forma de alfil negro. Cuando dieron una vuelta sobre sí mismos para apreciar el paisaje, vieron que a los lados de la ciudadela había grandes enormes campos con viñedos y maizales en forma de cuadrados dispuestos como un tablero, y frente a la ciudad, a algunos kilómetros, había otra ciudad, con una torre negra con forma la forma redondeada de un peón. Aunque por aquel entonces no sabían que ese tipo extraño de torres se llamaban así.
A partir de aquel día, los niños se convirtieron en los esclavos de Emgom. El primer día, antes incluso de darles de comer, los llevó a su despacho, aturullado de libros y bocetos que empapelaban las paredes y los suelos. En el centro de la estancia había un gran escritorio con patas de león, y, encima del león, un enorme tablero de cuadrados y fichas talladas de color banco y negro. Emgom les enseñó que aquello se llamaba ajedrez, y que tan solo era un mapa a pequeña escala del mundo en el que estaban. Les enseñó cuál era cada pieza y cómo se movía. Les contó cómo en la vida real él era el dirigente de la pieza alfil, mientras que Siz controlaba el rey o Qiup dirigía al peón. A partir de ese día, todas las mañanas hermano y hermana tenían que subir a jugar innumerables partidas mientras Emgom les observaba, esperando encontrar nuevas estrategias para poder proteger a su pueblo y vencer a aquellos sucios traidores que capitaneaban las piezas blancas. Así pasaron cuatro años de su vida. Hasta que ganaron la partida y se les permitió volver a casa.

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