martes, 18 de marzo de 2014

Amor platónito.

¿Te crees que el adoquín gris de la acera no piensa en ti cada vez que le pisas?
Malditos humanos, siempre pensando en sus cosas, siempre apareciendo y desapareciendo, siempre pensando que son los únicos que sienten... Maldita sea, si pensara en todas esas personas que han pasado por encima de mi grisácea persona y al instante se han olvidado de mí, es más, que ni siquiera han reparado en mi presencia, ¡estaría roto en pedazos como muchos de sus corazones!
       ¿Cuántos gritos desesperados de borrachos, poetas, madres, muchachas, jóvenes y ancianos habré tenido que escuchar a intempestivas horas de la noche? ¿cuántos putos refrescos se os han caído encima de mi cara? ¿a cuántos de todos esos melancólicos les ha dado por comparar a mi hermosa, cuadrangrisácea y sexy figura con su estúpida vida anodina? ¿a cuántos jodidos perros me hubiera gustado escupir desde abajo?
 Podría contaros mil historias, pero nunca queréis escuchar aquello que nunca deja de sosteneros...
Y sin embargo, hoy me muestro reacio a callar. El estúpido ayuntamiento ha empezado a quitar de mi calle a mis compatriotas ladrillos sin color, a mis hermanos de batalla... Y yo sé que seré el siguiente.
Y justo por esa razón, por haberme considerado un viejo inválido, pienso sentarme a contar mis historias como el buen cascarrabias en el que me han convertido. Así que cerrad bien la boca y escuchad bien lo que os digo, panda de cazurros, que a lo mejor incluso os sirve. 
En fin, el caso es que en mi larga vida como adoquín he visto a muchos humanos enamorarse. Y no me digáis que lo único que se puede ver del amor es un beso o un abrazo porque entonces es que no tenéis ni idea de lo que vale un pimiento. Además de que mi historia sería demasiado corta.
Como os iba diciendo, panda de quejicas alborotadores, en mi calle siempre había un niño que todas las tardes salía a mirar el horizonte. En realidad no es un niño muy especial pero creo que he visto nacer en mi calle todos sus amores.
Creo que el que más me gusta fue el tercero o el cuarto que tuvo. Empezó a venir por nuestra calle gris una chica que tenía el pelo naranja. Todavía recuerdo ver en la cara del niño las chiribitas de su corazón prendiéndose al ver que había alguien con el mismo color que su amado horizonte. La niña empezó a pasar todos los días por allí, y eso que ni se decían una palabra. A mí me parecían estúpidos porque pasaron meses así, mirándose.
La verdad es que no sé si hablarían por esos trastos que tienen los humanos o por alguna otra cosa de ese estilo, pero el caso es que cada vez que se veían lo hacían con vergüenza, pero altos... ¿No me entendéis, idiotas? Me refiero a que la niña ponía un pie en mi calle y él ya estaba girando la cara para mirarla de reojo. Ponía un pie en mi calle y los dos bajaban un poco la cabeza, pero los dos llenaban el pecho de aire y os puedo jurar que hasta yo oía sus corazones galopar como aquel día que hubo feria y trajeron caballos de los campos para que guiaran carruajes. Me gustaba llamarlo amor platónito, porque los dos se enrojecían y abrían la boca como peces, pero ninguno se atrevía a hacer una mierda. 
Si me hubieran preguntado si se gustaban el uno al otro, en vez de preguntárselo a esas estúpidas margaritas egoístas, permitiéndome cierta licencia poética, os digo que hubieran podido hacer juntos una bonita canción con el sonido de sus corazones.

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