lunes, 31 de marzo de 2014

''¿Hay algo más triste que un pájaro enjaulado?''

Yo era parte de la tierra,
me convirtieron en alambre
y ahora mi función
es encerrar un fiambre.

Un fiambre que canta,
que pía, que siente.
Que ya no puede volar,
dentro de su recipiente.

Y de repente no hubo más cantos,
sacaron de mi vientre al pájaro,
con el sonido de algunos llantos.

Como el viento que no llegó sus alas a herir,
vaciada me dejaron
¿y esque acaso me inventaron
porque siempre tiene alguien que sufrir?

Algo suave que atrapar.

Se sucedían sin más los días y las noches,
en ellas muchos me han acompañado,
algunos llenos de halagos, otros de reproches,
el caso es que siempre he continuado.

Algo parecía que había llegado,
el punto en que veía como todo eran derroches,
que el mundo iba a la deriva, por un lado,
y yo gritaba a oscuras en mis trasnoches.

La vida no cambiaba su curso, os lo juro,
era fácil sobrevivir cuando llevas un cigarrillo de más
cuando a tu alrededor nada es puro,
y entonces tú tampoco tienes que serlo, como los demás.

¡Pero! ¡Ha llegado un pero!
Y no quiero decir que lo mío no sea bueno,
solo que a veces me desespero,
y me ha encantado que a mi soledad le pongan freno.

Amanece, o eso parece, y el horizonte
se crece y se engrandece, hoy no perece.

Rigor vitae

Los habitantes del mojado planeta Ung no eran más que una especie casi extinta de algas que tenían unas capacidades que podríamos catalogar de alucinantes. Exactamente por esas capacidadeds eran de las únicas criaturas que habían continuado con vida hasta después de la Gran Catástrofe, a pesar de que, cuando todavía quedaba más de una raza en Ung, estas algas eran consideradas seres inferiores. Eran un tipo de alga escamosa azul cuyo único cometido en la vida era mecerse en el mar, siempre soñando con el lenguaje... De hecho, solían pasar los días pronunciando palabras al azar solo porque les hicieran cosquillitas en las branquias o les hicieran retumbar su cuerpo gelatinoso. Su virtud, la que les había salvado de la catástrofe que dejó a Ung en ruinas, era que cada vez que había más de tres de esas alguitas, y siempre que fueran capaces de recordar las tres el mismo poema, podían volar hacia donde quisieran, mientras sus diminutas voces recitaran al unísono. Y hoy os quiero contar la historia de tres de esas alguitas y del viaje tan enorme que dieron hasta llegar a nuestra Tierra, solo que unos cuantos millones de años más atrás de lo que estamos ahora.
         Nuestras algas azules se llamaban Zafirenze, Añíleo y Cerúlian. Como es normal, todas las algas tenían nombres palpitantes y cargados de vida, y tenían los ojos garzos. Estos tres alguitos, porque eran macho, se conocían desde hacía infinitos lustros, tanto es así, que podían conocer perfectamente cientos de miles de poemas, no solo de su planeta, sino de los planetas de alrededor que poseían vida.
Zafirenze estaba especializado en vocalizar los sentimientos que mostraban las arenas de los desiertos; le parecían las más hermosas, y podía pasarse horas hablando de la cotidianidad que escribían las dunas y de las épicas gestas que narraban las tormentas de arena. Todas esas historias se borraban rápido en sus respectivos planetas, pero no se iban tan rápido de la memoria de Zafirenze.
Por el contrario, Añíleo se mostraba más inclinado a escuchar, más que a ver, y por eso le encantaban pasarse horas con los ojuelos cerrados escuchando todos los lamentos, las alegrías y los entusiasmos de cualquier ser del Universo. Para él, cualquier sentimiento, viniese de la raza que viniese (¡incluso aunque viniese del clamor jubiloso de unos reptiles que ya tienen presa!) era poesía.
         La historia de Cerúlian era un poco más complicada, pues es la que unió a las tres algas. Resulta que Cerúlian, cuando surgió del suelo, no era como el resto de algas azules. A él, no le gustaba el lenguaje, por mucho que sus compatriotas se esforzaran en que él captara la belleza. Siempre estaba solo. Siempre, hasta que un día Zafirenze y Añíleo se acercaron hasta él. No le contaron poemas, pero nadaron a su lado mucho tiempo, ante la atenta y escrupulosa mirada de un Celúrian tal vez un poco miedoso. Las dos algas nuevas no hablaban entre ellas, sino que parecía que cantaran, y esto a nuestra alguita le gustó, y les pidió que les enseñaran a tonada. Con ella, las tres se pusieron a volar, aunque no fuera estrictamente un poema. Volaron durante bastante tiempo, siempre con las alas del lenguaje musical, siempre sintiendo esas seis o siete notas en su piel, tarareando con todas y cada una de sus ciento setenta y ocho boquitas. Volaron y volaron hasta que empezaron a cansarse, y entonces se dirigieron hacia el planeta más cercano para descansar. Se trataba de un planeta recubierto de agua y humo marrón. No parecía que hubiera nada vivo en él, así que fueron hacia las partes terrestres para explorarlo.
      Encontraron algo en el primer suelo que pisaron. Era una especie de rectángulo duro lleno de otros rectángulos, muy muy finos, que estaban recubiertos de garabatos. Zafirenze fue quien lo cogió, y no puedo entender nada, pensó que sería algo decorativo, así que se lo tiró a Cerúlian para que le echara un vistazo.
Allí fue donde Cerúlian aprendió que sí amaba el lenguaje, solo que el que amaba era el lenguaje de unas criaturas extintas. Un lenguaje escrito, que sus ojos podían descifrar y leer al resto de algas que no podían. En cuestión de segundos el mundo se abrió ante sus ojos, su vida cobró un sentido se sintió como en la cima de una montaña libre... Y de repente se despeñó: su maravilla era finita.
En aquel planeta habían muerto todos menos los poetas... ¡y ni siquiera ellos sobrevivieron enteros!

martes, 25 de marzo de 2014

Físicamente hablando.

Quería escribir una gilipollez que no me cabía en un tuit, así que aquí va xD

Todos tenemos defectos,y están presentes en nuestra vida en mayor o menor medida, de forma que hay gente que sabe convertir los defectos en bromas y gente que sabe convertirlos en complejos. Ante esto, lo que quiero decir es que la gente no te aprecia por tu normalidad o por lo mucho que te parezcas a un estándar agradable a la vista o al oído; opino que la gente quiere a las personas por sus distinciones. ¿Te reconocen porque eres la chica que lleva el pelo como las otras mil o porque tienes la nariz pequeña? El individuo quiere al individuo, y aunque sí que considero necesarias nociones básicas de educación y respeto, no comparto el criterio que tenéis sobre ser perfectos para el resto. Enorgullécete de tus rodillas torcidas, de tu culo de foca o de tus costillas como jaulas. Enorgullécete de aquello que no puedes o no quieres cambiar, porque cada uno tenemos unas convenciones propias sobre el físico.

martes, 18 de marzo de 2014

Amor platónito.

¿Te crees que el adoquín gris de la acera no piensa en ti cada vez que le pisas?
Malditos humanos, siempre pensando en sus cosas, siempre apareciendo y desapareciendo, siempre pensando que son los únicos que sienten... Maldita sea, si pensara en todas esas personas que han pasado por encima de mi grisácea persona y al instante se han olvidado de mí, es más, que ni siquiera han reparado en mi presencia, ¡estaría roto en pedazos como muchos de sus corazones!
       ¿Cuántos gritos desesperados de borrachos, poetas, madres, muchachas, jóvenes y ancianos habré tenido que escuchar a intempestivas horas de la noche? ¿cuántos putos refrescos se os han caído encima de mi cara? ¿a cuántos de todos esos melancólicos les ha dado por comparar a mi hermosa, cuadrangrisácea y sexy figura con su estúpida vida anodina? ¿a cuántos jodidos perros me hubiera gustado escupir desde abajo?
 Podría contaros mil historias, pero nunca queréis escuchar aquello que nunca deja de sosteneros...
Y sin embargo, hoy me muestro reacio a callar. El estúpido ayuntamiento ha empezado a quitar de mi calle a mis compatriotas ladrillos sin color, a mis hermanos de batalla... Y yo sé que seré el siguiente.
Y justo por esa razón, por haberme considerado un viejo inválido, pienso sentarme a contar mis historias como el buen cascarrabias en el que me han convertido. Así que cerrad bien la boca y escuchad bien lo que os digo, panda de cazurros, que a lo mejor incluso os sirve. 
En fin, el caso es que en mi larga vida como adoquín he visto a muchos humanos enamorarse. Y no me digáis que lo único que se puede ver del amor es un beso o un abrazo porque entonces es que no tenéis ni idea de lo que vale un pimiento. Además de que mi historia sería demasiado corta.
Como os iba diciendo, panda de quejicas alborotadores, en mi calle siempre había un niño que todas las tardes salía a mirar el horizonte. En realidad no es un niño muy especial pero creo que he visto nacer en mi calle todos sus amores.
Creo que el que más me gusta fue el tercero o el cuarto que tuvo. Empezó a venir por nuestra calle gris una chica que tenía el pelo naranja. Todavía recuerdo ver en la cara del niño las chiribitas de su corazón prendiéndose al ver que había alguien con el mismo color que su amado horizonte. La niña empezó a pasar todos los días por allí, y eso que ni se decían una palabra. A mí me parecían estúpidos porque pasaron meses así, mirándose.
La verdad es que no sé si hablarían por esos trastos que tienen los humanos o por alguna otra cosa de ese estilo, pero el caso es que cada vez que se veían lo hacían con vergüenza, pero altos... ¿No me entendéis, idiotas? Me refiero a que la niña ponía un pie en mi calle y él ya estaba girando la cara para mirarla de reojo. Ponía un pie en mi calle y los dos bajaban un poco la cabeza, pero los dos llenaban el pecho de aire y os puedo jurar que hasta yo oía sus corazones galopar como aquel día que hubo feria y trajeron caballos de los campos para que guiaran carruajes. Me gustaba llamarlo amor platónito, porque los dos se enrojecían y abrían la boca como peces, pero ninguno se atrevía a hacer una mierda. 
Si me hubieran preguntado si se gustaban el uno al otro, en vez de preguntárselo a esas estúpidas margaritas egoístas, permitiéndome cierta licencia poética, os digo que hubieran podido hacer juntos una bonita canción con el sonido de sus corazones.

El día que no tuvo tu nombre.

El aire no estaba viciado,
tampoco su pelo enredado;
a mi sirena le han crecido alas rosas
y ha decidido marchar.

Aquí ya no huele a sonrisas,
tampoco acaricia la brisa;
y cuando me decido mirar su huequecito
me encojo, y me meto en él.

En ese hueco a mi medida,
te echo en falta en desmedida.

jueves, 13 de marzo de 2014

Los cuentos desos del campo.

El sol brilla como una margarita
las manzanillas huelen a flor
Helenita es un amor
¡ella es la más bonita!

A veces el invierno la enfría
y la tontuna se piensa
que todo es hielo en ella
Pero solo hace falta que ría

Porque su sonrisa es la primavera
y todo lo descongela.

Es tan grande que es pequeña,
es tan dulce que muerde,
es tan frágil que es la más fuerte,
¡ella es la que sueña!

La tortura de lo imposible.

Al menos en el pasado se inventaron un Pastor para que nos guiara, para que no nos perdiéramos y supiéramos a quién acudir cuando tuviéramos dudas, para saber que teníamos la obligación de seguir adelante aunque el camino pareciera inhabitable, peligroso o incluso vacío. Se inventaron la ilusión de alguien que llevaba un faro en una mano y que con la otra nos apretaba la mano para infundirnos algo de valor porque cada uno de nosotros es maravilloso e inimitable y merece ese valor solo para sí mismo, y que nos guiaba por todos esos parajes con una sonrisa hasta que llegara la Muerte a saludarnos. Pero la verdad es que ahora no somos más que un montón de ovejas descarriadas que no saben qué hacer, adónde ir, o si siquiera merece la pena tener objetivos. Somos la sociedad en declive que no sabe ponerse de acuerdo para conseguir sobrevivir.
          Es triste la condena humana de la imaginación, ¿verdad? Todo el día soñando, pensando, realizando con nuestra mente cosas imposibles tanto despiertos como dormidos. Todo el día inventando cosas que podrían ser nuestras, que no lo son, pero que sí lo son porque al menos tienen un poco de realidad en nuestra mente. Al menos, la suficiente realidad como para volvernos locos. Como para añorar algo que nunca hemos visto. Algo que nunca hemos sentido, o que quizás hemos sentido demasiado y por eso estamos enganchados. Una vez dijeron que solo éramos una especie avanzada de primates, pero que aún así éramos capaces de conocer todos los confines del Universo... Pero, ¿en qué nos convierte eso? ¿Somos dueños de algo solamente por entenderlo? ¿Nuestra existencia tiene acaso un poco más de sentido por el hecho de que podamos analizar? ¿O sentir?
Creo que el sentir es lo único que nos puede salvar de la misma vida. También se dijo que el hombre era el único animal que sabía que se estaba muriendo, que esa era la tragedia de nuestra vida. 
Si tenemos que evadirnos de algo inherente a nuestra existencia, ¿por qué no hacerlo con algo que sea también inherente a nuestra existencia?
Si me muero, amo, y ya no sé que me muero.
Si amo, me da igual morir, porque es por algo.
Si no amo, lucho por morir más rápido.
Si amo, ya no quiero morir, y me follo a la Vida.
Si no amo, me follo a la Muerte.
Si voy a morir tarde o temprano, al menos sobrevivamos jugando.
El ser humano busca continuamente su sentido. Somos tan estúpidamente subjetivos, tan ridículamente trascendentales, que podríamos encontrar la agonía humana hasta al ver una piedra. Y aún así luchamos por seguir vivos. Porque el gen egoísta de Dawkins nos dice que la raza ha de seguir. Y nosotros, otra vez estúpidamente trascendentales, pensamos que es porque hay esperanza, que continuaremos, que encontraremos algo mejor; que si la vida siempre cambia, significa que habrá momentos geniales aunque ahora estemos mal. Que podemos salvar el planeta. Que podemos pasear por el Universo. Que podemos encontrar a otros que nos salven. Que podemos salvarnos a nosotros mismos. Que a lo mejor es verdad que estamos aquí por algo. ¡¡Que de verdad existe un camino que seguir!! 

Y aquí acaba mi torrente de palabras tan vacías y tan llenas como otras cualquiera.

domingo, 2 de marzo de 2014

La calma.

Vale, esto es un cuento super raro, pero es que tenía ganas de escribir, y no de pensar o estudiar. Ahí lo lleváis, patatitos taniócratas, buen día :)


Una vez, los pequeños de los Harret entraron en el bosque en un día brumoso. Todo el mundo en la aldea sentía temor ante el bosque, pero también todo el mundo sentía temor ante los Harret.
La aldea estaba rodeada por montañas y un bosque oscuro, así que estaban desconectados en cierta manera del resto del planeta, aunque eso no les importase mucho. Los aldeanos siempre habían formado una gran familia conservadora que se conocía de toda la vida; por eso los Harret seguían siendo Los Extraños aunque hubiesen llegado hacía ya ocho primaveras. Todo el mundo recordaba aquel acontecimiento: se presentaron el primer día de primavera, compraron una pequeña parcela y se construyeron una casa con madera del bosque. Nadie les ayudó, pero ellos tampoco intentaron entablar relaciones con nadie. Eran rubios. Muy rubios y de ojos muy azules, y tan altos ambos que parecían gigantes en comparación con el resto de los campesino. El pillo Jackson utilizó mucho su altura para hacer gracias. Se llamaban Vogellied y Glanz. A la vieja Becca le parecieron nombres ridículos y difíciles de pronunciar.
        En todo caso, nueve meses más tarde, un día tímido, con  un sol que asomaba entre la niebla, nacieron los dos gemelos, niño y niña, de los Harret. Lloraron alto, y abrieron los ojos en su primer día, lo que al resto del pueblo le pareció un mal augurio. El caso es que crecieron yendo a lugares del bosque donde nadie más iba, volviendo siempre con flores tan brillantes como esos ojos verde pino que tenían. Me gustaría describir su voz, pero la verdad es que solo hablaban cuando no había nadie delante. Pero siempre andaban riendo. Eran extraños.
          A nadie le sorprendió, por todo esto, que los niños entraran aquel día en el bosque, pero lo que si les sorprendió fue que no volvieran al atardecer, y que, al caer la noche, Vogellied y Glanz salieran a buscarles cargados con candiles, rompiendo la noche con el sonido de sus nombres: Lächeln y Ungust. Día tras día salieron a buscarlos al bosque, con la cara más congestionada cada día que pasaba. Cuando pasó un mes, perdieron la esperanza y celebraron un pequeño funeral, una noche oscura llena de velas, vaho frío y sollozos.
Vogellied tardó un mes más en morir de pena. 
Glanz se convirtió en un viejo de repente y empezó a ir a la taberna para quedarse en un rincón a escuchar lo que las gentes decía, quizás para olvidar así el curso negro de sus pensamientos. 
El pueblo se convirtió en un lugar tenso, donde los fantasmas susurraban en tu oreja.
         Y de repente, pasados ya cuatro otoños, cuando ya nadie les esperaba, volvieron del bosque. Y los niños de ojos verde pino ya no reían más. Todo el mundo se preguntó qué habrían visto, qué narices les había tenido que pasar a esos extraños gemelos para que hubiesen desaparecido en el bosque tanto tiempo y hubieran sobrevivido. Pero ellos no saciaron la curiosidad de nadie, simplemente fueron a casa, para descubrir, en la parte de atrás, la losa que cubría a su madre. Entraron en la casita de madera bajo la atenta mirada de todos los aldeanos, sin devolver a nadie la mirada. En cuanto empezó a salir humo por la chimenea, todos se dispersaron. Sam, el panadero, y William el del yunque fueron a la posada, asegurándose el uno al otro que aquellos niños estaban locos. Al entrar  en la taberna, se dieron cuenta enseguida de que el ambiente estaba agitado, aunque todos estaban sumidos en sus pensamientos, nadie hablaba entre sí. Era raro que nadie hablara entre sí cuando había noticias tan frescas que comentar. La causa era que Glanz seguía perenne en su esquina de la taberna; aún nadie le había contado que sus hijos estaban en su casa, aunque no le considerasen ya un Extraño después de tanto tiempo allí.
          Sam se acercó a él y le apretó un poco el brazo con la mano, zarandeándolo y mirándole a los ojos:
-Vuelve a tu hogar. -Le dijo, y os juro que él entendió con esa sola frase y esa mirada que ya no iba a estar más veces solo en aquella casa donde le pesaban los recuerdos.
Se levantó de un salto y empezó a correr, y nadie le detuvo aunque hoy no hubiera pagado sus cervezas, pues nadie hubiera podido detener a ese hombre triste. Glanz corrió por entre las casas, quejándose entre dientes de que su casa estuviera tan cerca del bosque y tan lejos de la aldea, del frío que hacía y de que sus malditas piernas no supieran correr más rápido, atenazadas como estaban de no hacer nada nunca. Su corazón se hinchó cuando vio la primera voluta de humo salir de su chimenea, y sus pasos fueron más ligeros atravesando el pequeño prado que les separaba de sus hijos.
Dudo durante un segundo, y abrió la puerta.
Frente a él se encontraban su hija y su hijo sentados cada uno en una silla al calor de la lumbre, con ropas hechas de cuero y el pelo rubio alborotado, que le miraban con los ojos muy abiertos, entre temerosos y anhelantes, sin saber exactamente cómo comportarse. Él mismo, sin saber si ese era el día más magnífico de su vida o el peor, sin saber si estar enfadado, rabioso, exuberante o feliz, abrazó a los dos con una fuerza que contenía todas las emociones que había estado conteniendo desde el día en el que desaparecieron: la muerte de su mujer, la añoranza que había sentido por todas las veces que los gemelos le traían plumas y flores del bosque cuando eran pequeños, las miradas de conmiseración del resto de aldeanos... Ahora abrazaba a unas pequeñas personas pálidas de doce años que se parecían a una imagen distorsionada y mayor de sus hijos. Lächeln empezaba a tener formas, el pelo muy largo, y cuando su padre la soltó, volvía a sonreír con sus gruesos labios de color manzana, y sus ojos brillaban con la fuerza de los bosques en los que se había perdido. Ungust era un pequeño y musculoso hombrecito, su pelo se oscurecía en rizos caóticos de trigo tostado, en sus pómulos asomaba la primera pelusilla de lo que algún día sería una gran barba, cuando Glanz le soltó de su abrazo, sus ojos estaban empañados, así que su hermana le rozó con cariño la mano como consuelo. Vio que ambos eran fuertes.
               No empezaron a hablar en alemán como siempre habían hecho su madre y su padre. No se dirigieron entre ellos palabras de amor, perdón o consternación. El padre empezó a cocinar y los gemelos limpiaron el polvo de los platos y los cubiertos de madera. La niña sonrió ante la muesca que tenía el tenedor que estaba limpiando, recordando que se había hecho cuando intentaron dar de comer a un gato montés de los alrededores y cómo les había regañado su madre cuando lo hicieron. Se lo enseñó a su hermano y a su padre, y de repente todos se sintieron en el hogar de nuevo.
               Se sentaron en los taburetes y los niños empezaron a hablar con palabras temerosas, lentamente, utilizando muchos gestos y trastabillando con el lenguaje, como si llevaran mucho tiempo sin hablar con nadie. Cuando comenzaron a contar lo que había pasado en el bosque, pareció como si el mundo se hubiera oscurecido de repente.
Como cualquier otro día, contaron, ellos se hallaban paseando por el bosque, cuando vieron un gran pájaro azul con una cola enorme. En seguida pensaron que esas plumas tenían el mismo color que el tono de los ojos de su madre, y que sería perfecto poder quitarle unas cuantas para poder hacerle una diadema, así que empezaron a perseguirlo. Le persiguieron durante mucho rato, mientras el bosque se hacía más estrecho, pegajoso, oscuro y amenazador. Para evadirlos, el gran pájaro azul se escondió entre un montón de helechos punzantes. ''Y había tantos helechos de aquellos, papá, un gran mar de agujas secas. Y la niebla. A partir de aquel día, ya supimos qué imagen ponerle al infierno del que nos hablaba mamá. Dios mío, si con solo mirar esos pinchos ya dolían.'' Pero no podían dejar de perseguirlo, así que decidieron volver a casa y coger el hacha, o un abrigo más grande con el que no notar los pinchazos. Pero antes de que pudieran dar la vuelta, pasó algo. Los helechos empezaron a arder con un fuego azul. Pero al contrario que con el fuego normal, cada vez hacía más frío. ''Todavía recuerdo cómo a Lächeln se le congelaron las pestañas'', dijo Ungust estremeciéndose. Los helechos ardían donde debía estar el pájaro, pero lo peor fue cuando dejaron de arder. Fue de repente. La llama se apagó. Los gemelos tenían miedo, y frío, pero no podían ver la mancha quemada del suelo desde donde estaban, así que, con la sangre paralizada y los dedos entumecidos, abrieron poco a poco un camino hacia el centro de los matorrales. A medida que se acercaban, veían cómo el zarzal se iba recubriendo de escarcha.
Al principio no se creyeron lo que veían. Incluso se les escapó un grito de la impresión. Las enormes plumas azules del pájaro se habían dispuesto en un círculo enorme, y en el centro de ese círculo había un enorme cubo de hielo con algo dentro. Los gemelos se acercaron poco a poco, intentando apreciar las formas de cualquiera que fuera esa cosa, sustituyendo su miedo con la curiosidad que tiene cualquier niño de ocho años. El pequeño le dio un par de vueltas al gran cubo mientras se chupaba la sangre de un par de heridas que se había hecho con los pinchos. La pequeña arrimó nariz, sonrosada por el frío, al hielo, casi hasta quedarse bizca con tal de descubrir qué había en el interior. Sin querer, rozó el hielo con a nariz, y en el instante en el que lo hizo, el hielo se derritió como una cascada, empapando a ambos niños de arriba abajo. Mientras el agua caía, un gran hombre de barba esponjosa y blanca, nariz y sombrero picudos y túnica plateada se levantó tosiendo. Curiosamente, lo que más sorprendió a los niños fue que aquel hombre fuera incluso más grande e impotente que su padre.
-Dobro juto, mali.-Aquel viejo profirió una sonrisa de oreja a oreja durante unos segundos, hasta que vio en los ojos de los niños que no le habían entendido ni una palabra.
Volvió a probar:
-God morgon, små!-Ahora tampoco le entendían del todo, pero a los niños le sonaban un poco las palabras, de forma que al menos ya sabían que no les estaba echando ningún conjuro, pero seguía sin poder comunicarse con ellos así que lo intentó una vez más:
-¡Buenos días, pequeños!-Esta vez los niños si que le devolvieron una pequeña sonrisa de vuelta, algo dudosos, aunque no se atrevían a hablar.-Yo soy el gran mago Emgom, seguro que habéis oído hablar de mí, ¿quiénes sois vosotros?
-Es imposible que usted sea el mago Emgom. -Lächeln torció su sonrisa con un mohín- Todo el mundo conoce la historia del mago Emgom. Fue hace cientos de años cuando oscureció el sol. -Se cruzó de brazos y añadió,- Usted no tiene la barba tan larga como para tener tantos años.
En aquel momento, el mago que había parecido simpático se tornó en amenazador, sacó una cinta perlada de su túnica y ató las manos de los niños con un movimiento de mano, inmensamente cabreado, como cualquier mago hubiera estado en su lugar si una niña hubiera despreciado la longitud de su vello facial.
            Los niños contaron a su padre cómo el mago les había dicho entonces que cerraran los ojos y le habían escuchado chasquear los dedos. Cuando volvieron a abrirlos, se encontraban frente al puente levadizo que les permitiría atravesar el foso hasta una pequeña ciudadela fortificada.En el centro de la ciudad se recortaba contra el cielo una enorme torre con forma de alfil negro. Cuando dieron una vuelta sobre sí mismos para apreciar el paisaje, vieron que a los lados de la ciudadela había grandes enormes campos con viñedos y maizales en forma de cuadrados dispuestos como un tablero, y frente a la ciudad, a algunos kilómetros, había otra ciudad, con una torre negra con forma la forma redondeada de un peón. Aunque por aquel entonces no sabían que ese tipo extraño de torres se llamaban así.
A partir de aquel día, los niños se convirtieron en los esclavos de Emgom. El primer día, antes incluso de darles de comer, los llevó a su despacho, aturullado de libros y bocetos que empapelaban las paredes y los suelos. En el centro de la estancia había un gran escritorio con patas de león, y, encima del león, un enorme tablero de cuadrados y fichas talladas de color banco y negro. Emgom les enseñó que aquello se llamaba ajedrez, y que tan solo era un mapa a pequeña escala del mundo en el que estaban. Les enseñó cuál era cada pieza y cómo se movía. Les contó cómo en la vida real él era el dirigente de la pieza alfil, mientras que Siz controlaba el rey o Qiup dirigía al peón. A partir de ese día, todas las mañanas hermano y hermana tenían que subir a jugar innumerables partidas mientras Emgom les observaba, esperando encontrar nuevas estrategias para poder proteger a su pueblo y vencer a aquellos sucios traidores que capitaneaban las piezas blancas. Así pasaron cuatro años de su vida. Hasta que ganaron la partida y se les permitió volver a casa.