sábado, 3 de mayo de 2014

La vida en un gemido.

La verdad es que me hubiera gustado escribir esto bastante más largo, pero hoy no me siento muy inspirada así que se va a quedar así.


Las yemas de mis manos, 
-tan suavemente violentas-
crean hoyuelos en tu piel,
que está de todo menos muerta.
No te escapes, vida mía, 


no te quieras esfumar,
que a lo mejor contra la cama
te voy a tener que atar.

Os puedo jurar que a mí siempre me habían gustado las chicas pálidas, mas, por mil y una razones, mis gustos cambiaron, y la verdad es que desde que conocí a aquella belleza de Barbados sentí que nunca podría apartar mi mirada de aquella fuerte mujer. Pero la verdad es que ahora mismo no os quiero hablar de lo mucho que quería a mi pequeña reina mora, si no de lo que me hizo aquel día que se acercó a los pies de mi cama sin rejas.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, orgullosa de sí misma y dejándome sin respiración, relamiéndose sus labios de cereza y dejando entrever sus pequeños dientes blancos. El sol se alzaba ya en el cielo y sus rayos entraban a través de las blancas cortinas, trayendo consigo la brisa salada de la playa y llenando la habitación de una calidez fresca.
La ví acercarse a los pies de mi cama sin rejas, ella andando como siempre había andado, como si fuera una diosa o una gran reina egipcia, moviendo de un lado a otro sus caderas firmes y voluptuosas. Sus labios cereza húmedos. Su piel morena como el chocolate, sabrosa. Y así como su piel era algo que yo me deseaba comer, su brillante mirada marrón era la que no dejaba de comerme a mí.
Se acercó a los pies de mi cama sin rejas, se paró, sin dejar de mirarme, y se quitó la tenue camiseta que llevaba, lentamente, haciendo un pequeño baile con sus caderas, mostrando centímetro a centímetro su vientre plano, la línea curva, tan femenina, de su cadera ancha y su fina cintura; la parte baja, redonda, firme de sus senos; la suave aureola de sus pezones; sus pechos por entero; la hondonada de su cuello de ónix. Al fin, salió de esa camiseta, soltándola al aire, para distraerme unos instantes con su vuelo mientras ella se daba la vuelta. ¿Cómo se describe ese culazo, tíos? Yo solo sé que no había visto ninguno tan perfecto en toda mi vida, y que no podía pensar en otra cosa mientras se meneaba con bamboleantes sacudidas y se quitaba también los diminutos pantalones.
Lo gracioso de todo esto es que ella se meneaba, ella bailaba para mí y ella se desnudaba para mostrarse a mí, sí, pero seguía siendo ella la que tenía el control sobre mí, como siempre. Bajó los shorts hasta los tobillos, lentamente, porque ella era mi guía y me estaba mostrando sus larguísimas piernas, esas que medían treinta y siete besos. Se dió la vuelta y volvió a mirarme, con esos penetrantes ojos de almendra que me amaban y que amaba. Su pelo negro y ondulado caía en cascada acariciando sus pómulos y sus hombros, llegando hasta las senos, enmarcándola como si fuese una suave obra de arte.
Me sonrió con malicia, arrugando un poco la nariz, tan dulce y fieramente que el corazón se me empezó a agitar en el pecho, como cuando estás escuchando la parte favorita de tu sonata favorita, como cuando estás drogado, o en el cielo, y no te puedes creer lo inigualable que es la vida. Se inclinó sobre mí, apoyando sus manos en las sábanas blancas, gateando hasta mí, y cuando llegó a mi cara me dio un profundo beso en la boca, quizá demasiado corto, quizás demasiado raro porque mientras me besaba se estaba estirando para coger algo que tenía en la mesilla de noche. Cuando cesó el beso y levantó su cabeza, apoyándose sobre sus rodillas, vi lo que tenía en su mano: era un bote de aceite, mi talón de Aquiles.
Lo abrió, y empezó a rociar con el líquido sus turgentes senos, sosteniendo con una mano el bote mientras que con la otra lo extendía por su piel, poniendo especial empeño en que yo notara lo pellizcable y besable que era. Puso especial atención a sus pezones, endureciéndolos restregándose aceite mientras me miraba, sabiendo que yo la deseaba.
Estando de rodillas como estaba, conmigo entre sus piernas semiabiertas, se inclinó hacia atrás para que yo viera cómo el óleo resbalaba por su estómago, haciendo impermeable su increíble piel, bajando por el estómago, haciendo una carrera de gotas de aceite que bajaban de sus senos hasta la parte superior de su braguita. Volvió hacia mí y me cogió la mano, acercándola hacia ella para que apretujara uno de sus jugosos pechos, los cuales yo no podía dejar de mirar; ya sabemos dónde estaba toda mi sangre, en vez de estar en el cerebro.
Me sonrió otra vez, guiando mi mirada hacia su braguita, empapada ahora de aceite. Volvió a rociarse con un poco más de aceite, que corría entre sus piernas semiabiertas, y dejó el bote otra vez en la mesilla. Con una de sus manos empezó a extender el aceite de forma muy sugerente manchando aún más su ropa interior. La vi rozarse, soltando pequeños gemiditos, con los brillantes pecho bamboleantes, y quise acercarme a ella.






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