lunes, 23 de diciembre de 2013

Hielo en escamas de plata y lo que trae la muerte.

Érase una vez un dragón tan escarpado como las nevadas montañas en las que vivía. Sus escamas argénteas se agolpaban las unas sobre las otras como un mar enredado y, al avanzar, se asemejaba a una inmensa cordillera que andase con saltos pesados.  No había un solo copo de nieve en aquel reino glacial que no hubiera visto sus alas refulgir a la luz de la luna, como si fuera una estrella blanca que hubiera bajado a la tierra: grande como un macizo de plata y mortífero como un elfo con su arco o un enano con su hacha. Había en este dragón cierto sentimiento de melancolía. Un abandono de ganas se había posado en sus alas hacía tiempo, justo cuando murió el último de aquellos indeseables humanos hechiceros, pues, ¿cómo continúa uno viviendo cuando su mayor anhelo se ha realizado?

Las batallas previas a aquel grandioso, extraordinario y fatídico día se habían sucedido sangrientas una tras otra sin descanso durante generaciones, y el resultado de todo aquello se veía reflejado en que al principio había habido miles de combatientes en cada bando y ahora tan solo quedaba un dragón albino que pudiera recordar aquellas guerras. Habían lidiado en infinitas querellas centenares de dragones de afilados dientes y duras escamas contra centenares de feroces druidas de cantos a los robledales y runas mágicas, y todas estas disputas fueron por el control de la montaña sagrada, donde la diosa había morado una vez. Tras milenios de discordia, firmaron un acuerdo que ninguno de los dos enemigos respetó. La montaña dejó de ser sagrada, pero eso solo lo llegó a conocer el único superviviente de la masacre entre las razas: un dragón albino llamado Silfur Flake-ís.

Llevaba siglos habitando aquel paraje infinito, en aquel lugar donde las cosas nunca mutaban; en las alturas, donde los hielos eran eternos, se hallaba la cueva del dragón, excavada con su propio fuego para crear una guarida de cristal a la que solo él pudiera acceder. Esta guarida se encontraba en el pico más alto de la sima, el cual era llamado ''Dedo de Hell'' incluso desde antes de que los antiguos druidas del hielo desaparecieran, cuando aún pervivían vivas sus leyendas sobre diosas protectoras del frío. Más abajo, las rocas grises y las blancas nieves se besaban cada vez menos, dando paso a interminables llanuras de piedra donde rodaban animales peludos que a veces acababan entre las afiladas garras del dragón.

Cierto día,  volando el dragón por sus dominios, avistó con su mirada azul una figura humana que alteraba el paisaje. Vestía negros ropajes que antaño debieron de ser ricos en vez de holgados y, a sus pies, la nieve se fundía como si llevara una hoguera bajo estas vestimentas. Avanzaba dando traspiés como si estuviera más que aterido por el frío, renqueante aunque inexorable. Sin embargo, esta figura no alertó al dragón, lo más seguro es que estuviera de paso, pensaba, o que hubiera sido desterrado de algún otro sitio, cualquiera que este fuera. Al dragón le daba igual que estuviera allí un tiempo, pues sabía que tarde o temprano aquel ser se acabaría yendo de alguna manera, ya fuera física o trascendentalmente, cuando su cuerpo muriera.

No obstante, la figura no parecía estar de paso por sus tierras, si no que cada día, siguiendo su camino paso a paso, se acercaba más a su traslúcida caverna, sin siquiera detenerse a comer, como si fuera un espíritu venido de otro mundo, un gigante de la perseverancia.
Cuando alcanzó las faldas del Dedo de Hell, el dragón fue a verle, planeando con sus alas blancas y posándose ante él como si de una nube se tratara. La voz del dragón era impresionante, sonaba como una cascada de mil metros que se estrellase contra puñados de diamantes, como una daga cortando el hielo y como los silbidos del aire cuando atraviesa la noche fría, todo junto. Su voz era un punzante carámbano de hielo cuando preguntó al peregrino:

-Saludos le sean dados, -siseó el reptil con la muerte fulgurando en sus ojos- pero, ¿a quién le son dados? No veo a tu pecho insignia, trotamundos.

El viajero levantó su cabeza  lentamente, acariciando álgidamente con sus ojos cada una de aquellas pálidas e inquebrantables escamas, como si hubiera deseado desde hacía mucho tiempo el mirar aquellos ojos de escarcha que le amenazaban. Subió la vista por sus fieras uñas níveas, por las albeas escamas de su cuerpo y por sus diamantinos dientes, hasta que finalmente sus miradas se encontraron, luchando la helada del dragón contra la fogosidad del oscuro caminante. Salió vaho de su boca cuando dijo con un acento fuerte, pronunciando mucho las erres con una rabia enigmática:

-Contó una profecía, antes de que nacieras tú o nacieran tus antepasados, que la diosa Hellia tuvo aquí su palacio del Otoño eterno. Su palacio estaba hecho de robles de color ocre donde las almas más viejas y nobles bailaban, al contrario que las de los que traicionaron a sus tribus, cuyo castigo era ahogarse en ríos de veneno. Con el tiempo, las almas buenas consiguieron fusionarse con los robles, cambiando el balanceo de las hojas por el estirar de unos brazos hechos de carne, piel y hueso. De este modo surgieron los primeros hombres y las primeras mujeres, a los que se llamaron druidas porque seguían teniendo una sensibilidad muy especial con la hechicería y la magia. Múltiples eran sus cualidades; leían el futuro en el muérdago, en los cantos de las aves y en los estertores de sangre de sus enemigos, podían transmutar a la gente con tan solo tirarles a la cara una avellana mágica o podían hablar con los árboles gracias a sus runas. Pero un funesto día, una sabandija salió de una de aquellos fétidos riachuelos donde las almas perjuriosas recibían su merecido. Al principio no era más que una lagartija pálida con ojos desdichados, pero con el tiempo, todas aquellas pequeñas criaturas blancas de ojos azules crecieron y congelaron los robles de la vida, destruyendo todas las esperanzas de los druidas. Y comenzaron las batallas. Pero ahora solo queda un reino congelado donde solo la rabia reside. ¿Quién soy?, me preguntabas, pues soy Sem-faerir andlá, aquel que traerá la muerte a tu sucio corazón, apagando tu vida como si derritiera un diminuto cristal de nieve.

Y dicho esto se deshizo de sus andrajos, para revelar un cuerpo oscuro como la madera. Sostenía en su mano una espada de un material irreconocible, grabada por completo con runas centelleantes. El dragón bramó al cielo y sus ojos se redujeron a finas tiras cuando las púas de su espalda se erizaron.




¿Que quién gana al final? La respuesta está oculta en una pregunta al principio.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Somos nuestro futuro.

He sido salamandra en el fuego y princesa de hielo.
Era alguien que, a lo mejor tontamente o a lo mejor no, se lanzaba a la batalla guiada simplemente por lo que sentía, sin ser muy consciente de nada de lo que pudiera pasar. Ni siquiera me planteaba si podía hacer daño a los de mi bando o a mí misma porque... ¿Qué daño va a hacer alguien que sigue a su corazón cuando este le habla a gritos y a sonrisas? ¿Qué daño va a hacer alguien que sabe lo que desea en ese instante?
Fueron años largos y cortos; años donde el horizonte de mis atardeceres cambió en demasía, de un negro estival plagado de estrellas, a un patio en el que el vecino de enfrente odia la música. Años en los que mis compañías parecían absolutas, y se fueron al mínimo céfiro.
Aprendí muchísimo, más incluso de lo que todavía infiero, posiblemente; pues me costó mil lágrimas de sangre -o más- y mil carcajadas gélidas, con abrazos fríos como el hielo y sonrisas que robaban el calor del cuerpo. Aprendí que el tiempo no te cura las heridas, ni lo hacen otros, ni lo hace el olvido. Lo que cura del tiempo es la misma vida, que te lanza de nuevo al campo de batalla con tal de abrirte los ojos, o tal vez con tal de abrirte la boca para que le grites a tu tristeza que se largue. Lo que cura es la perspectiva, el conocer qué enfoque necesitas; en mi caso, el de entender que todo cambia, que nosotros hemos de ser los protagonistas de esos cambios, sin evadirnos de nuestra propia persona y escuchando a nuestro salvaje corazón ya domado.
Recordad que la melancolía, la nostalgia y la añoranza son tan solo un efecto de una acción pasada, y que si todo cambió, fue por algo y para algo. Que todos cometemos errores, y nos juzgamos a nosotros más duramente que cuando otros lo hacen, pero que siempre hay redención. Que aunque hayamos hecho algo mal, en nuestra mano está no volver a hacerlo.
Somos lo que vamos a ser. Somos todas y cada una de esas posibilidades que nos gustaría realizar. Somos esa hoguera trasnochadora de la que alrededor bailan sintiéndose mágicos. Somos llama, e iluminamos. Y somos, ante todo, aquella sonrisa que nos guía a Ítaca.