miércoles, 9 de abril de 2014

El último Jenny.

A la condenada le fue permitido pasar una última noche en la casa de su familia antes de ser fusilada.
Aquella noche todos cenaron haciendo un paripé vacío, como si al día siguiente la madre fuera a volver a estar ahí, como si ayer lo hubiera estado; cenaron sonrientes, pidiéndose la sal o las servilletas los unos a los otros como si de verdad aquello fuera un hogar. Por la noche, la madre dió un último beso de buenas noches en las frentes de unos hijos que ya no iba a volver a ver nunca más, intentando transmitirles todo el amor que sentía hacia ellos y queriendo poder darles todas las fuerzas que le restaban para que pudieran sobrevivir a todo lo que les iba a venir en la vida. Por la noche, la esposa hizo el amor con su marido como si estuvieran recordando aquella primera vez que lo hicieron, cuando todavía tenían todos los misterios de sus cuerpos por descubrir a besos, con toda la energía que da el primer y último amor. 
En la madrugada, la mujer salió a fumarse el último cigarro de su vida. Siempre se había fumado un cigarro cuando pasaba situaciones duras: un cigarro por la primera vez que rompió un corazón, un cigarro por la primera vez que perdió a su mejor amiga, un cigarro por la vez que perdió a su padre, un cigarro por vez que suspendió aquel examen de ingreso. Aquel no era un cigarro por su vida, ni era un cigarro por su muerte. Aquel era un cigarro por despecho, porque si la Muerte la iba a saludar, al menos la condenada quería decidir cuando. Apagó la colilla contra el balcón y se quitó la bata con un ligero golpe de hombros. Era su tipo favorito de noches, la calidez del inicio del verano llenaba de caricias sus curvas y las estrellas le guiñaban los ojos como diciéndole ''aquí te esperamos''.
Se subió encima de la cornisa del balcón, haciendo un poco de esfuerzo para encaramarse a él ya que ya no tenía la misma agilidad que cuando tenía quince años e hizo su primer Jenny. Lentamente estiró las piernas y quedó encima de la cornisa; encima de ella solo el cielo y debajo de ella siete pisos llenos de cuerdas de tender la ropa. Aunque siempre había sido valiente, miró al suelo y sintió algún tipo de vértigo, sabiendo que al mínimo resbalón podía despeñarse.
Abrió sus brazos en cruz y echó la cabeza hacia atrás, llenando su pecho con el aire infinito del firmamento. Muchas veces cuando hacía esto su libido se encendía al máximo, quizás por la mezcla de locura, vértigo y libertad que la invadía cuando hacía estas cosas. Esta vez simplemente se sintió libre, como un libro sin escribir. Bajó la cabeza y arrugó las rodillas, acurrucándose sobre sí misma. Se dió a sí misma un beso en la rodilla; porque podía, porque se quería, quizá porque nunca nadie le había dado un beso en la rodilla y ya nadie más iba a poder hacerlo.
Flexionó las rodillas, tomando impulso, ya había asumido que para sus hijos sería la misma tragedia que la fusilaran que encontrarla hecha un guiñapo en la acera, así que lo hizo, porque así al menos se sentía más ella misma. Saltó, intentando llegar lo más lejos posible. Para ser sinceros, siempre se había imaginado que en su último vuelo daría volteretas y cosas así para al menos aprovecharlo, pero fue demasiado rápido y su estómago encogido no se lo permitió.
Demasiado rápido.

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