domingo, 16 de febrero de 2014

Un verano cualquiera...

Oki, esta vez toca un cuento, un poquito más largo, basado en un sueño que tuve el otro día. Espero añadirle la máxima verosimilitud posible. Espero que os guste y no os riáis de mi subconsciente, ahí va :D

Después de todo un año estudiando como una condenada para que mi padre me lo permitiera, al fin estaba guardando mis pertenencias en el maletero del coche de mi mejor amigo. Seguramente, para Pablo, Joseta, la pequeña Cris y para mí este iba a ser el verano de nuestras vidas. Ellos eran ese tipo de amigo que todo el mundo debería tener, con el que de una manera u otra te lo vas a pasar bien, sin drogas y sin dinero (aunque eso no implica que no nos metiéramos en líos de vez en cuando) y que siempre van a tener ese cariño y esa confianza especial aunque haya pasado un montón de tiempo desde la última vez que los viste. Este verano iba a ser fantástico porque los cuatro nos íbamos a ir a pasar las vacaciones solos a una casa de la playa que nos había prestado un tío mío.
        El viaje fue genial, todo el rato haciendo bromas, riéndonos y soñando con todo lo que íbamos a hacer en cuanto pisáramos el mar. Cuando al fin llegamos a la casa descubrimos que más bien era una mansión; tenía dos pisos muy lujosos, un jardín y una maravillosa piscina olímpica con vistas tropicales. Como es normal, todos nos peleamos por las dos habitaciones con cama de matrimonio, aunque, si os digo la verdad, al final solo las utilizaríamos para guardar la ropa, pues acabamos durmiendo todos los días en la terraza viendo las lluvias de estrellas, deseando que este viaje pudiera repetirse todos los años, juntos, a lo largo de nuestras vidas. Realmente nos hacíamos sentir muy especiales entre nosotros. Era mágico.
       A la mañana siguiente de la primera noche fuimos a investigar los alrededores. Estábamos en una especie de mini barrio muy cutre y pobre donde nuestra casa destacaba de forma ultrajante. Me recordaba a los tópicos que solemos tener sobre México, con gente morenita andando con ropas viejas por el desierto alimentándose de la comida de sus huertos. Tuvimos que ir a la ciudad, que estaba a unos 25 kilómetros, para poder comprar el desayuno, con Joseta quejándose todo el rato porque todo estaba muy lejos y a la vez siendo feliz porque aquí toda la gente tenía barba.
       Al volver a casa, propusimos crear una nueva comida, osea, ir mezclando ingredientes al azar hasta que quede algo digno de Ferran Adrià, pero Cris se opuso a tope porque decía que no quería morir de inanición. Así que se puso a cocinar pasta, armada con una cuchara de palo con la que azotarnos si nos veía intentando echar roquefort, maíz o pringles a la salsa. Pese a sus esfuerzos, Pablo, Joseta y yo, empezamos a idear una estratagema con la que llevar a cabo nuestro propósito de inventar una nueva comida. Cuando íbamos a llevarla a la práctica, sonó el timbre y en la puerta de nuestra casa apareció una modelo en bikini, que decía ser nuestra vecina de conocer a mi tío de toda la vida, y preguntándonos que si se podía bañar en la piscina. Junto a ella, una mujer mayor, de piel muy morena, una enorme mancha con forma de estrella borrosa encima del ojo que le ocupaba media cara, rasgos indígenas y que montaba en silla de ruedas, nos miraba como si pudiera leer nuestros pensamientos como si fuéramos libros abiertos. Su mirada sin color nos atravesaba y puedo aseguraros que ni uno de nosotros pudo evitar el escalofrío y la sensación de pequeñez que nos sobrecogió.
        Por suerte tenía el móvil encima, llamé a mi tío para que me asegurara que no estaba metiendo a unas desconocidas en su casa y él me dijo que mientras no nos molestara tenerlas por allí, no harían nada malo y podríamos dejarlas pasar.
Y de este modo, cambió nuestra vida sin que nos diéramos cuenta. No sé qué pasó, qué clase de actuación tenía su presencia sobre nosotros, que nos llenaba de tensión, que nos daba pánico estar a solas, pero el caso es que éramos más felices en los momentos en los que se marchaban.
       Un día, tuve que ir sola al pueblo, dejando a mis queridos amigos con aquellas dos mujeres en casa. Compré papel higiénico, pedí y me comí un croissant y de repente empezó a sonarme el móvil. Era mi tío, así que descolgué:
-¡Hola! ¿Qué tal?-sonreí.
-Bien, bien, como siempre, vosotros, ¿todo bien?-su voz sonaba algo preocupada, si os digo la verdad.
-Sin lugar a dudas, ¡este sitio es genial! No sé cómo no vives aquí todo el año... ¿Llamabas solo para eso?
-Hummm... Bueno, a decir verdad no es ese el motivo de mi llamada, verás, es que el otro día me preguntaste por dos mujeres y, bueno, es cierto que han vivido siempre allí, pero el otro día cuando estaba comiendo con tu tía surgió el tema y me dijo que se ve que hacía un par de años habían muerto en el caso aquel tan sonado, el del aquelarre, ¿lo recuerdas? Salió mucho en las noticias... Y quería saber si estabas segura de que eran esas dos, o si podía haber sido una confusión de personas o algo así...
-Espera, ¿el caso del aquelarre...? ¿Te refieres a aquellos de la secta satánica esta que pillaron? ¿No eran un montón de niñatos? Estas dos mujeres no parecen haberse mezclado con nada de eso.
-No, al parecer eran grupo bastante grande de ancianas que se tatuaron el pentáculo encima del ojo. Ese era su símb...
         El teléfono se colgó de repente, justo en el momento en el que se apareció en mi mente el rostro de la anciana que estaba ahora mismo en casa con mis amigos. Aquel rostro oscuro con una mancha. Mi sangre se congeló durante un segundo. Fui corriendo al aparcamiento a por el coche y entré dentro, pensando todo el rato en cosas positivas mientras emprendía el camino de regreso a casa. Cosas como que podía ser simplemente una equivocación. Que aquellas mujeres no necesitaban ni querían la sangre de mis amigos. Riéndome entre dientes, muy nerviosa, pensando en que la que menos necesitarían sería la de ellos porque eran los menos vírgenes de este planeta.
       Y sin embargo, no se deshacía el nudo que me apretaba el estómago.
Cuando llegué al camino de casa, tuve que bajar del coche con el corazón encogido. Parecía que hubiera habido una especie de explosión de agua en la urbanización: las calles se resquebrajaban desde unas alcantarillas a otras, había que ir saltando de unos trozos de tierra a otros si no querías hundirte. Y el mundo se hizo muy oscuro de repente. Las nubes negras se abalanzaban sobre mí, oprimiéndome, un fuerte viento se levantó a mi alrededor y en el ambiente parecía resonar una risa maligna que erizaba los pelos de la nuca. Penosamente, con los nervios a flor de piel, llegué hasta donde debería estar nuestra casa, nuestra enorme mansión.
         Si bien antes resaltaba por su riqueza, ahora relucía por su ausencia. Donde debiera estar, solo había un enorme agujero negro, demasiado negro. Parecía que su oscuridad se entremezclaba con el cielo; el viento me empujaba hacia él, y tuve miedo, mucho miedo. Las sombras jugaban con mis pies, agarrándose al borde de mis pantalones y mordiéndome con dientes afilados que de repente se convertían en garras y al segundo volvían a convertirse en otra cosa terrorífica distinta. Mi corazón latía más rápido que nunca, sabiendo que en cuanto bajara a buscar a mis amigos, no podría ver nada. No sabría qué me atacaría, ni desde dónde lo haría. En cuanto bajara, podría estar muerta de cualquier forma posible. Las sombras jugarían conmigo, porque a las sombras les gusta jugar con sus víctimas hasta que lloran de desesperación.
         Yo estaba indefensa ante aquel precipicio, pero mis amigos estaban abajo, así que salté.

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