lunes, 23 de enero de 2017

Escribir, por el placer de escribir.

¡Taniócratas! Hace mucho que este blog viene siendo escrito desde la existencia del otro, como si me hubiera dejado los ojos en casa y solo pudiera mirar el mundo a través de una mirilla emocional. Contra esto, mi médico de cabecera, que no es otra persona más que yo misma, me ha recomendado un cuento cada vez que la desazón o el aburrimiento me pellizquen. Esta noche comienza así la Antología de la Princesa: ''Princesa, princesa, te contaré cuentos hasta que te duermas, o mejor, hasta que te despiertes''. Serán breves, largos a veces; tan ficticios como la vida misma, y a veces tendrán alguna perla escondida, aunque cada vez ésta se disfrace de una manera distinta como a mí me gusta.
¡Queridos taniócratas, se abre el telón, espero que pasen un buen rato!

Cuento 1 - el tiovivo

Royam se apoya distraído en su bastón; tiene en su mano derecha un periódico que cuelga de forma insoportable, y en su cara una mueca extraña porque los niños no paran de girarse para mirar su pelo rojo que brilla incluso en noches oscuras como esta. Se acerca a él su mujer, Anaidem, que después de veinte años casados sigue sin saber interpretar sus expresiones y que extiende su brazo hacia él ofreciéndole las entradas para el circo que acaba de comprar. A ella todo el mundo la describiría diciendo que es una buena persona, de esas que son algo rechonchas porque tienen demasiado corazón dentro de sí y que parecen blanditas cuando son las más duras. Sin embargo, de él dirían que es seco y excéntrico, y que ha tenido mucha suerte por encontrar a alguien como ella. Pero Anaidem sabe perfectamente que eso son paparruchas, y días como hoy se lo confirman. Entre los dos suman 120 años, cuando van al circo, suman quizá 12.
Entran al recinto que huele a palomitas y algodón de azúcar, y saludan a gente a medida que se acercan al vestuario: por ahí anda como enfadado Cornelius, el hombre más sensible del mundo, cuyos poemas tocan hasta el corazón más pétreo del mundo; por allí baila Anane, la tragafuegos pelirroja a la que se paran a abrazar; Dercedil, el acróbata que se mira preocupado las manos vendadas y que les sonríe al verlos...
Acunados por el aire extraordinario de este circo, llegan hasta el tiovivo de brillantes colores. El tiovivo, en mitad de esa noche de verano tan profunda, parece un templo de luz desafiante en mitad de la oscuridad. Se alza imponente con sus cientos de figurillas, que al moverse parecen una batalla o un mar: hay animales de todo tipo en cuyos lomos dorados y burdeos y añiles te puedes montar. Incluso parado como está ahora mismo, parece una orquesta visual que siempre sonara grandiosa.
Royam levanta la mano para saludar al gran Tiglio Tiglione, a quien le toca hacer turno en la cabina de mandos, pero de tan mala manera que se tropieza y se choca contra la lubina de dos plazas que parece reírse de él con sus ojos de madera lacada pintados con purpurina. Con sus huesos dolidos se apresura a levantarse antes de que nadie le vea y sube en el águila que hay al lado del fénix de su mujer. Tiglio les sonríe y ellos, como todos estos años, se aprietan mutuamente la mano con mirada conciliadora. El paseo comienza. La música empieza. Los animales en marejada bailan alrededor del pilar principal como indios con su hoguera. Comienza a acelerar y empieza el vértigo, las figuras se vuelven borrosas para Royam. La alta música se mezcla en su cerebro con las imágenes desdibujadas. El caos se agranda y en ese éxtasis multicolor no consigue respirar, como si uno de aquellos tritones de tridente en ristre se le hubiera quedado atrapado en la garganta. Escucha a lo lejos la voz de Anane.


Alejada de la multitud y con una manta que huele a cenizas sobre sus hombros, Anaidem mira al cielo. Las estrellas brillan el triple cuando las ve a través de sus lágrimas.

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