sábado, 14 de enero de 2017

Tengo una tormenta escondida en el pecho

¡Estimados tanióvratas! Termina en mi blog el tiempo de introspección. Vuelve este a ser un blog de cuentos que aparecen de la nada solo por practicar y de opiniones personales sobre cuestionar el sistema, la moral y distintas cosas al azar. ¡Un saludo!

El poderoso crujido de la madera quebrándose rompió la tormenta como si fuera otro trueno más, pero este, este les heló la sangre como ningún otro había hecho. En el barco, los marineros se miraron los unos a los otros con los ojos muy abiertos; algunos, presos por el terror, otros, dispuestos todavía a luchar. Empezamos a escuchar los borbotones y aquel maldito ruido de succión. Alrededor de la popa del barco, oleadas de una colérica espuma nos azotaba como deseosa de que nos uniéramos a ella. Benitto levantó su dedo sucio y me apuntó con una mirada vacía en la cara:
-¡Nunca debió mujer alguna subir al Errante! -su voz sonó como lo más tenaz que hubiera escuchado nunca, como si hubiera podido resonar por encima del sonido de los relámpagos y las olas, y su juicio se hubiera instalado como un plomo entre el resto de marineros y yo.
De repente, varios de ellos soltaron los aparejos y me miraron. Sus cuencas, vacías de raciocinio, me lo dijeron: tenían la constancia de que iban a morir, y, por las estúpidas palabras de Benitto, pensaban que había sido así por mi culpa. Fiore, que estaba tras de mí, agarró mi pelo y uno de mis brazos antes de que me diera tiempo a reaccionar.
Me revolví.
Cierro los ojos cuando veo venir un puño.
Un golpe sordo. Sangre en la boca.
Sus dedos pútridos me arañan la piel.
Noto que me muerde y me arranca un trozo de mí y no lo entiendo.
Escucho la voz de Benitto y de otros marineros, me arrancan de sus brazos y noto la madera mojada junto a mi mejilla injuriada.
Dolor.
Los marineros siguen gritándose entre sí mientras la lluvia fría se mezcla con mi sangre caliente.
La rabia me invade. La rabia me invade.
Me levanto y corro hacia los botes. En realidad sí que soy una bruja, aunque no invocara yo la tormenta.
Les lanzo un escupitajo a su único medio de salvación, escupitajo que prende en el mismo instante en que toma contacto con la madera.
Ahí os pudráis, hijos de puta.
Me lanzo al agua y me convierto en una lubina.

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