martes, 1 de diciembre de 2015

Querido diario:

Ni siquiera hubo reuniones familiares esta vez. Pero tampoco las esperaba demasiado, porque ya llevaba un tiempo sin ir al colegio. Mis padres vinieron a mi cuarto, donde estaba cantando, para sacar de debajo la maletita que llevaba hecha ya cierto tiempo. No me sorprendió; solo me atrevía a recordar las últimas comidas de estos meses, en las que mi padre solo era capaz de hablar cabreado esperando a que algún gobierno diera una respuesta legal para poder huir. Simplemente, los militares llegaron a esta zona antes que esa respuesta.
Y por eso estoy aquí, tan aburrida que me he puesto a escribir cuando hacía como mil años que no lo hacía. Esto sentada en una mochila, que a la vez está sentada en un sucio y frío barquito camino de Lesbos. Llevo encima unas diez capas de ropa y un chaleco que no inspira mucha confianza pero que nos vendieron caro en la frontera y aún así me castañean los dientes. Viajo con mi padre y mi madre y, aproximadamente, unas trescientas personas más que no conozco. El bote está repleto hasta la saciedad, y he conocido a una chica de mi edad, aunque no habla mucho  casi siempre está llorando porque su familia solo tenía dinero para ella y su tío. Ahora mismo la escucho dormir, y sé por cómo se mueve y jadea, que está teniendo pesadillas. A veces me planteo despertarla, pero supongo que haya lo que haya en sus sueños, tendrá más posibilidades de vencerlo ahí dentro que aquí fuera. Según me dijeron durante el desayuno, lo más probable es que hoy avistemos la ''tierra prometida''.

Querido diario:
Llevo mucho tiempo sin escribirte, pero un chico que conozco de la Fundación me ha dicho que me ayudará. Pero no tengo ni la más mísera idea de cómo empezar. ¿Cómo voy a empezar? ¿Cómo cojones se cree ese gilipollas de Pablo que voy a empezar? En fin.
El día antes de decidir montar en el barco, mi madre preparó cuscus de cordero porque era una mujer muy valiente cuya máxima era que la vida no tenía sentido si no se podía comer como Dios manda. Al olerlo cuando volvió de trabajar, mi padre sonrió como hacía no mucho.
Pero nos montamos en ese barco. Y vimos la costa. Estábamos casi pisando la playa, por Dios. Ese fue el problema. Todas las familias nos apelotonamos para atisbar de una vez esa Europa perfecta. El bote volcó. Los socorristas acudieron en seguida, pero ellos eran pocos y nosotros demasiados, y demasiado vestidos. Sentía cómo me hundía, cómo las olas me llevaban de un lado a otro como jugando con una muñeca desmadejada. No pude evitar que el agua entrase en mi boca, en mis pulmones. Y quemaba con su sal. Lloraba de impotencia porque sabía que iba a morir.
Me desperté en la arena viéndolo todo sin ningún color, como si todo estuviese desvaído. A mi alrededor había muchísimas personas más, también tratando de recuperar el conocimiento. En cuanto vio que podía hablar, el socorrista volvió corriendo al agua a seguir intentando rescatar gente. En el agua todavía quedaban unas doscientas personas. En la arena no llegábamos a ser ni un tercio de los que estábamos en el bote.
Busqué a mis padres sobre la arena con la mirada. Mi corazón latía muy rápido ahora. Empecé a gritar sus nombres mientras me levantaba para encontrarlos. Corrí en todas direcciones mientras los socorristas seguían sacando personas. Al fin vi sus ropas en el agua, muy alejados el uno del otro y, como la mayoría de los que quedaban en el mar: bocabajo.
¿Quién merece nada de esto?


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