lunes, 9 de diciembre de 2013

Somos nuestro futuro.

He sido salamandra en el fuego y princesa de hielo.
Era alguien que, a lo mejor tontamente o a lo mejor no, se lanzaba a la batalla guiada simplemente por lo que sentía, sin ser muy consciente de nada de lo que pudiera pasar. Ni siquiera me planteaba si podía hacer daño a los de mi bando o a mí misma porque... ¿Qué daño va a hacer alguien que sigue a su corazón cuando este le habla a gritos y a sonrisas? ¿Qué daño va a hacer alguien que sabe lo que desea en ese instante?
Fueron años largos y cortos; años donde el horizonte de mis atardeceres cambió en demasía, de un negro estival plagado de estrellas, a un patio en el que el vecino de enfrente odia la música. Años en los que mis compañías parecían absolutas, y se fueron al mínimo céfiro.
Aprendí muchísimo, más incluso de lo que todavía infiero, posiblemente; pues me costó mil lágrimas de sangre -o más- y mil carcajadas gélidas, con abrazos fríos como el hielo y sonrisas que robaban el calor del cuerpo. Aprendí que el tiempo no te cura las heridas, ni lo hacen otros, ni lo hace el olvido. Lo que cura del tiempo es la misma vida, que te lanza de nuevo al campo de batalla con tal de abrirte los ojos, o tal vez con tal de abrirte la boca para que le grites a tu tristeza que se largue. Lo que cura es la perspectiva, el conocer qué enfoque necesitas; en mi caso, el de entender que todo cambia, que nosotros hemos de ser los protagonistas de esos cambios, sin evadirnos de nuestra propia persona y escuchando a nuestro salvaje corazón ya domado.
Recordad que la melancolía, la nostalgia y la añoranza son tan solo un efecto de una acción pasada, y que si todo cambió, fue por algo y para algo. Que todos cometemos errores, y nos juzgamos a nosotros más duramente que cuando otros lo hacen, pero que siempre hay redención. Que aunque hayamos hecho algo mal, en nuestra mano está no volver a hacerlo.
Somos lo que vamos a ser. Somos todas y cada una de esas posibilidades que nos gustaría realizar. Somos esa hoguera trasnochadora de la que alrededor bailan sintiéndose mágicos. Somos llama, e iluminamos. Y somos, ante todo, aquella sonrisa que nos guía a Ítaca.

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